Cada vez que tiene oportunidad, el papa Francisco promueve el pleno respeto hacia el prójimo, como esencia para el desarrollo de los pueblos. Aboga por un mundo cada vez más justo e inclusivo a través del idealismo y el rechazo a todo prejuicio y discriminación. Sus palabras han contribuido a la paz en la tierra.

La gente no está por “tolerar la intolerancia”. Por ello el masivo rechazo en los 5 continentes a la decisión del presidente Donald Trump de vetar temporalmente la entrada a la tierra de Abraham Lincoln de personas de 7 países de mayoría musulmana.

Les contaré una breve historia que demuestra lo humillados que nos sentimos cuando nos tratan como seres de segunda categoría. Hace años, en el estado de Oregón en los Estados Unidos de América, abordé un autobús en compañía de un amigo mexicano. Como es natural, conversábamos en español.

A nuestro lado estaba una jovencita rubia y con ojos azules que al vernos y escucharnos intentó mudarse a otro asiento, pero no había disponibles. Como se vio obligada a mantenerse en su lugar, de inmediato se tapó la nariz y así se mantuvo durante todo el trayecto. Mi amigo guardó silencio.

Yo no entendía lo que sucedía con la chica. El azteca y el quisqueyano andaban bien vestidos y limpios, además de que tenían buenos modales. Y yo pensé: “Tal vez ella estaría enferma de gripe o quizá sentía olores imperceptibles para el olfato latino”.

Cuando llegamos a nuestro destino mi compañero estaba incómodo. Yo seguía en “Belén con los Pastores”, dispuesto a olvidar lo que creía un insignificante episodio en mi vida. El mexicano me expresó: “Pedro, parece que no percibiste lo que hizo la joven sentada a nuestro lado”. Le contesté que no, aunque su conducta no era normal, pero que eso era irrelevante. Me respondió: “No, Pedro, escucha, esa joven se tapaba la nariz porque tú y yo le hedíamos porque éramos extranjeros, esto ya me ha ocurrido”.

La sangre hirvió por mis venas. Me invadió el deseo de seguir a la criatura y decirle “tres cositas”. Esa noche no dormí pensando en nuestros hermanos discriminados. Condenemos a quienes clasifican y etiquetan a los hombres y mujeres basándose en diferencias accidentales. Y es que hay una sola raza: la humana.

Evitemos a los intolerantes, sin distinción: “odian” y “aman” sin comprender los límites de ambas palabras, que mal asumidas pueden influir en el buen juicio de quienes las practican. Pero lo peor de todo es que esas conductas, en las personas de poder, suelen tener consecuencias negativas en las sociedades donde los intolerantes tienen marcada influencia.

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