Se profundiza aún en el tema, pero la evidencia científica disponible apunta a que es realidad. Los seres humanos, tal y como sucede con todos los seres vivos, nos regimos por un reloj biológico interno, el “ritmo circadiano”, que nos dicta cuándo debemos alimentarnos y dormir.

Nuestros relojes circadianos mantienen la fisiología humana sintonizada en el ciclo de 24 horas luz-oscuridad. Tenemos un “reloj principal”, el Núcleo Supraquiasmático Cerebral (SCN), un conjunto de neuronas ubicado en el hipotálamo cerca del nervio óptico, que manda a “relojes periféricos” (de órganos y tejidos) la señal de luz u oscuridad.

La sincronización de los alimentos (horarios de comida) sincroniza estos osciladores periféricos (circadianos), explican los científicos. Cuando los alimentos se cronometran para coincidir con el ciclo luz-oscuridad, SCN y los relojes periféricos trabajan juntos para promover el metabolismo saludable.

Pero si los relojes centrales o periféricos son alterados, por ejemplo comiendo fuera de horas o habiendo alterado el sueño, puede causar desincronización entre ellos, lo que resulta en problemas metabólicos.

Ha sido establecido que muchos de los procesos metabólicos asociados a la alimentación siguen un patrón circadiano. Es el caso del apetito, de la digestión y del metabolismo de las grasas, el colesterol y la glucosa.

En la noche el cuerpo tiene mínima sensibilidad a la insulina, se toleran peor los azúcares, lo que puede llevarnos a picos de insulina que a la larga nos harán engordar porque favorecen la entrada de grasa al tejido adiposo.

El azúcar de las comidas nocturnas se procesa más lentamente de lo que procesan las comidas de la mañana aunque sean comparables.

Así, la ingesta de alimentos puede alterar nuestro reloj biológico, muy especialmente en el caso de órganos como el hígado y el intestino.

Patrones de alimentación y la dieta pueden desincronizar los relojes del cuerpo y contribuir a los problemas metabólicos, como la obesidad o la diabetes.

Un grupo de investigadores británicos analizó el impacto sobre la salud de los horarios, regulares o irregulares, de las comidas desde dos perspectivas: equilibrio o desequilibrio de ingesta de calorías a lo largo del día y los trabajadores por turnos.

Compararon los efectos que, sobre la salud general, tienen los patrones de alimentación de los países anglosajones y de los países mediterráneos.

En los países mediterráneos la comida principal es la que se realiza al mediodía. No así en los anglosajones, en los que la ingesta de energía se incrementa gradualmente a lo largo del día, con desayunos poco copiosos y cenas muy abundantes.

Esos patrones alimenticios tienen sus efectos en la salud. Hay evidencias de que personas con sobrepeso u obesidad tienen una mayor pérdida de peso y unos mejores niveles de azúcar en sangre cuando la mayor ingesta calórica tiene lugar en el desayuno en vez de la cena. En ese sentido, el patrón de alimentación anglosajón, caracterizado por unas cenas abundantes, no parece el más recomendable.

En conformidad con nuestro “ritmo circadiano”, debemos ingerir las mayores calorías en las horas tempranas del día y reducirlas de noche.

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