La capital dominicana es una ciudad inhóspita, agresiva, que no ofrece a sus residentes muchos lugares de esparcimientos. Los lugares públicos de entretenimiento y dispersión son escasos e inseguros. Son muy pocos los espacios donde las familias puedan disfrutar de una tarde de ocio los fines de semana o ir a acampar para un picnic, tendido en la hierba, en un área verde, la mayor parte de las cuales han sido cerradas con verjas para limitar el acceso de personas, algo insólito y aberrante.

Los problemas comunes de una ciudad grande como Santo Domingo se resuelven entre nosotros con la más absoluta falta de originalidad, cerrando el paso, trátese de gente como de vehículos. Así resulta un fastidio asistir a los pocos espectáculos dignos de verse que cada cierto tiempo se presentan en escenarios como el Teatro Nacional, donde dicho sea de pasada los jóvenes talentos líricos tienen menos oportunidades que los reyes del reguetón, la bachata y el rap, el primero y el último de por sí suficientes para matar el espíritu más sensible. No existe un lugar donde ir a pasear sin despojarse del temor de que le asalten o le roben el auto. Se pueden contar con los dedos de una mano los sitios que no sean vecinos de un arrabal, puesto que al lado del barrio residencial más exclusivo se instala un colmadón, una casa de apuesta o un prostíbulo.

Ni siquiera los cementerios, en cualquier otro lugar áreas de paz y silencio, donde el abandono y la delincuencia alteran el sueño eterno de nuestros muertos y a los que resulta peligroso ir a velar, porque allí mandan las pandillas, adueñadas de calles y sepulcros. A tal extremo que los dolientes deben maltratar los ataúdes donde entierran a sus deudos, para evitar que manos criminales violen las tumbas para revender los féretros. A esto hemos llegado. Al paso que vamos en esta ciudad será difícil respirar.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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