Quizás, o tal vez porque la transición fue tan fulminante, nadie ha reparado en que, y después de la omnímoda gravitación política-electoral de Joaquín Balaguer, Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez (1961-1996), el país pasó de un liderazgo político nacional pluripartidista (en donde cada uno de los grandes líderes representaba fuerzas sociopolíticas distintas y de contrastes ideológicos-humanísticos contrapuestos) a otro tipo de liderazgo mayoritario nacional que, accidental o no, se concentra y contrapesa en un solo partido político: el PLD. Vale decir, Danilo Medina y Leonel Fernández.

Es una rara coincidencia (arritmia-ruptura) o accidente de liderazgo político-electoral, en mi opinión, de múltiples lecturas; aunque en la superficialidad de una dispersa y díscola oposición política y de su periferia intelectual-mediática, sin obviar una franja de la sociedad civil, –y en el caso de la permanencia del PLD en el poder- “dictadura de partido” o “dictadura constitucional” que, en todo caso, habría que examinar con más sosegado juicio y quizás tomando en cuenta algunos antecedentes políticos-sociológicos y algo de pedagogía política.

Y no es tan fácil el asunto como reducirlo y simplificarlo -como hacen los politólogos-sociólogos-periodistas anti-PLD- a que solo un partido hegemoniza todos los poderes públicos cuando, desde las reformas –o pacto político-electoral- de 1994 (que generó una crisis de gobernabilidad que obligó una reforma Constitucional y a acortar el período de gobierno –de Joaquín Balaguer- a dos años por la consumación de fraudes y la presión internacional) hasta la fecha, el fantasma-flagelo de los fraudes electorales fue aminorando sus apariciones siendo –hoy día- prácticamente una superada técnica de factura balagueriana de la que solo queda una soterrada “cultura” política alojada en la psiquis justificativa y recurrente del que pierde –de elecciones en elecciones- precisamente por la ausencia de un código del perdedor.

Por supuesto, no quiero que se infiera que estamos diciendo que nuestro país tiene unas perfectas e independientes instituciones en materia de sistema judicial y administración electoral y contenciosa, fuera del sesgo-cooptación de colindancia política y de los poderes fácticos; pero, indudablemente, hemos avanzado muchísimo.

La Prueba y la antesala

Y prueba de ello es que, desde el 1994 -después de superada la crisis vía una reforma constitucional- al 2016, el país ha celebrado casi una docena de procesos electorales prácticamente sin traumas ni amenaza a la gobernabilidad democrática. Obviamente, hay desafíos impostergables: una ley de partidos, una reforma a la ley electoral y la puesta en vigencia y adecuación –en materia electoral, de institucionalidad democrática y de democracia interna en los partidos políticos- de mandatos e imperativos de la Constitución de 2010. Algo increíble.

Hecha la disgregación anterior, volvamos al meollo del asunto: la realidad política-electoral de una curiosa atipicidad en el liderazgo nacional. Para ello –y para lograr una aproximación sociopolítica al fenómeno- será necesario subrayar o poner en perspectiva varios antecedentes: a) Bosch-Balaguer: dos escuelas, dos antípodas; b) la ausencia de un liderazgo de oposición política racional; y c) el fenómeno político-electoral: Leonel-Danilo: gravitación y relevo.

Balaguer-Bosch: dos escuelas, dos antípodas políticas-ideológicas

Está fuera de discusión que mientras Juan Bosch fue una escuela política -en un sentido estricto y humanístico-, Joaquín Balaguer fue –y es- una técnica-maña-exitosa (no escuela; pero si la de más alumnos-“políticos”) para gobernar despojada de ética y doctrina. El éxito o fracaso de ambas escuelas se podría sintetizar en el Balaguer “Padre de la Democracia” –con lo que lo bautizó ¡toda! la clase política de vigencia actual- y el Bosch -sustrato axiológico-pedagógico- con el que el PLD ha logrado sus aciertos en la jefatura del Estado (reformas, estabilidad macroeconómica e inserción internacional del país) porque, diga lo que se diga, Bosch formó líderes y cuadros políticos-técnicos para el ejercicio de la política y el poder (el que se perdió o se extravió de ese referente –ético-doctrinario-, fue porque quiso). En cambio, Peña-Gómez fue el gran líder intermedio que quiso inculcar lógica-política al PRD -más allá de su existencia- y que valoraba al que era su relevo político natural: el extinto Hatuey De Camps Jiménez.

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