Lo que ha impedido que luego de casi veinte años discutiendo sobre la necesidad de aprobar una ley de partidos no tengamos una, es que la mayoría de los mismos y de su liderazgo nunca la han querido, mal acostumbrados como están a operar sin control y recibiendo cómodamente contribuciones económicas del Estado que pagamos todos los contribuyentes, sin que se les exija nada a cambio.

Lo que finalmente despertó el reciente interés por aprobarla, no es como se alega, fortalecer los partidos haciéndolos más democráticos, sino intentar resolver diferencias internas en el partido oficial que han impedido desde hace años la renovación de sus órganos de dirección imponiendo una modalidad obligatoria de primarias, y lograr que una de las dos facciones pueda controlar quiénes serán candidatos a la presidencia y demás cargos de elección popular, lo que la otra rechaza por sentirse que puede lograr lo opuesto bajo otra modalidad; replicándose esto último en el principal partido de oposición.

Los partidos y sus principales líderes nunca serán los que promoverán acciones para someterse a rigurosos controles, los cuales solo aceptarán en la medida en que la sociedad exprese un firme reclamo que los lleve a entender que, continuar evadiendo la regulación tendría negativas consecuencias sobre su liderazgo y posibilidad de retener el poder o de conquistarlo.

Necesitamos una ley de partidos para que haya un efectivo control de la financiación de los mismos, tanto en relación con las contribuciones públicas como las privadas, para dar facultades reales de fiscalización y control a la Junta Central Electoral (JCE); para evitar y sancionar las desviaciones, el mal uso y la infiltración de dinero sucio proveniente de actividades ilícitas; para limitar el excesivo gasto y duración de las precampañas; para establecerles obligaciones de información, de registros contables fehacientes y detallados, de designar responsables de la administración de sus fondos, de realización de auditorías externas provisionando fondos a los fines; para someter al cumplimiento de requisitos el pago de la contribución económica del Estado; para establecer las debidas sanciones por comisión de faltas según su gravedad.

El texto aprobado en el Senado no satisface estos propósitos, por lo que no contribuiría a que tengamos mejores partidos de mantenerse su redacción y, peor aún, atentaría contra la organización de las elecciones del año 2020. Decimos esto porque imponer a la JCE tareas muchas veces más complejas que las que por mandato constitucional debe realizar, como la organización de primarias simultáneas con una modalidad obligatoria o con varias, o con un único padrón o con distintos, para un número no definido de precandidatos pero que sería muchas veces superior al que se maneja en elecciones generales, desbordaría sus capacidades, la expondría a errores, y la enredarían en largos conflictos, que la debilitarían y distraerían de su obligación principal de organizar las elecciones generales; en adición a un gasto descomunal que saldría de nuestros bolsillos.

Como eso no es lo que queremos extraer de una ley de partidos, debemos hacerle ver a nuestro liderazgo que no se trata de aprobar una ley para mantener su confort o para resolver problemas internos que son incapaces de solucionar, sino de aprobar una ley que corrija el desorden, el descontrol, el despilfarro, la falta de democracia interna y de renovación de sus organismos.

Por eso la discusión de esa ley no es cuestión privativa de los partidos, sino interés general de una sociedad que no solo carga con el costo, sino que visualiza lo que al parecer ellos son incapaces de ver, que de no hacerse estas transformaciones peligrarían no solo los partidos, sino la democracia, y eso no podemos permitirlo.

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