Lo que ocurrió en La tranca esa noche me lo contaron después de muchas maneras y en la medida en que me lo contaban el relato crecía en sus dimensiones épicas y dramáticas. Una de las versiones incluía a un público despavorido que se arrojaba desesperadamente desde la terraza a la calle para escapar de una balacera interminable entre dos bandas rivales de mariachis.

A unos cuantos estudiantes les fue mal porque salieron del lugar con magulladuras y daños menores y sobre todo porque tomaron el camión, el autobús equivocado y fueron a parar a un par de cuadras del lugar en que vivían, la Colonia Roma.

En la ciudad de Monterrey de esa época, el odio o la envidia de clases se manifestaban con fuerza, sobre todo en los barrios marginales que colindaban con los residenciales. Había, en las calles de la Colonia Roma, una pared invisible que no podíamos atravesar impunemente. A nadie se le ocurría ir a comprar bebidas o cigarrillos en los estanquillos que estaban al otro lado. Un paso más allá de esa pared significaba entrar en territorio hostil, y fue allí, en territorio hostil, donde el camión dejó a los estudiantes, que vestían, por cierto, elegantemente con sacos y corbatas, cosa que representaba toda una provocación. En ese mismo lugar los recibieron, nada más bajar del camión, a pedradas, los obligaron a emprender la fuga a toda madre, a morderse la lengua en la carrera, a ensuciarse de lodo, a correr y correr hasta llegar a la Colonia Roma con un poco más de lengua que corbata y milagrosamente incólumes.

Los felices propietarios del Ford Galaxie rojo salieron, sin embargo, de La tranca sin un rasguño y al poco rato se encontraban navegando en la portentosa nave por la Calzada Madero.

El Güero Padilla, al volante, había adoptado un extraño aire de perdonavidas que no hacía juego con el porte principesco de Gumersindo. Bonilla repasaba mentalmente los principales acontecimientos de la larga noche y aludía a cada momento en voz baja al sein dasein heideggeriano, Willians se moría de ganas de tocar la trompeta, pero no se lo permitían.

Cincuenta años después, Frank Villalba recordaría que Gumersindo tenía muchas amigas y lo invitaba a pasear con cierta frecuencia en el coche, pero haciendo el papel de chofer y no de príncipe, y lo presentaba a las agraciadas diciendo que era su hermano. A veces, cuando las muchachas preguntaban por qué había entre ambos tanta diferencia de color, Gumersindo respondía que todo se debía al hecho de que Frank había nacido de día y él de noche.

Lo que no podían entender y no entendieron nunca era lo relativo a la definición del color que aparecía en sus documentos de identidad. Indio claro, indio oscuro.

Lo de oscuro se nota a leguas, decían, pero el indio no lo veían en parte. Algunas ignorantonas preguntaban incluso si acaso eran así los indios de su país, tan diferentes, por cierto, a los de México, y se alborotaban a veces con solo oírlos hablar en aquel español caribeño que irrespetaba las eses y la integridad de todas las palabras en general. El habla y el pelo crespo de los dominicanos podía hacer furor.

-Qué padre hablan -decían-. Y el pelo chino, qué padre.
Lo único que empañaba el recuerdo de aquellos momentos encantadores tenía que ver con el desaire, la puñalada trapera que les había infligido el perverso Cartagena. Cartagena era un tipo ocurrente, que andaba solo por lo general o en compañía de Barón, y Barón solía ser un tipo suave como agua mansa (de la que uno pide que lo libre Dios), aunque no menos ocurrente. Pero las ocurrencias de Cartagena no eran siempre graciosas y podían ser pesadas. Un día Frank y Gumersindo lo vieron pasar con aire distraído por la plaza de La Purísima, cerca del lugar en que se encontraban, compartiendo alegremente con un manojo de chamacas a bordo del Ford Galaxie rojo.

Gumersindo lo llamó con su habitual camaradería y le dijo Cartagena, ven a conocer estas flores. Cartagena no se dignó mirar. Paró la nariz y dijo, casi al descuido, gracias no, están casi todas marchitas.

Bonilla y Villalba conservaron también la amistad a través de un chingón de años y un día, mucho tiempo después de la dorada epopeya estudiantil, el primero recibió una carta del segundo que parecía jubilosa. Villalba le anunciaba, desde Baja California (casi desde otro planeta, muy parecido a Marte), que iba en pos de su segundo millón de dólares. Bonilla le respondió para felicitarlo y Villalba le dijo que no, que no era el caso, que no lo felicitara, que si iba en busca de su segundo millón de dólares era porque se había pasado la vida buscando el primero y no lo hallaba en parte.

Ahora, bajo la luz cobriza de la Calzada Madero, y a bordo del sigiloso Ford Galaxie rojo, lo que ocupaba la atención de los pensamientos de Bonilla no era Villalba sino Dinapoles, que se enfrentaba a una difícil encrucijada, la circunstancia más dramática de su vida.

Dinapoles era un genio, un matemático puro, un filósofo puro, y era, como todo genio, incomprendido.

Después de tantos años de esfuerzos y desvelos, después de tanto empeño en el estudio, estaba a punto de graduarse y no graduarse.

Acababa de presentar una enjundiosa y muy celebrada tesis, “Filosofía de las matemáticas”, pero no aparecía entre los profesores del Tecnológico un matemático que entendiera tanta filosofía ni un filosofo que entendiera las matemáticas.

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