Cuando el pasado Presidente de Ecuador estatizó (esto es, les quitó a sus legítimos dueños) las ganancias extras de las petroleras, mucha gente aplaudió. El “pueblo” recibiría cientos de millones de dólares anuales. Claro que a ningún ciudadano se le enviaría un cheque (esos millones los manejaron los políticos). Pero la medida como quiera se aplaudió.

Con la misma pretensión de justicia, en España se aplaude a los okupas, pobrecitos… No tienen donde vivir y como merecen un techo, llegan a una vivienda no habitada (pero que tiene un dueño, que a lo mejor trabajó su vida entera para poder comprarla) y ahí se instalan.

Y al otro lado del Atlántico la posibilidad de que Obama grabara con un impuesto adicional las cirugías estéticas, los blanqueamientos dentales y la depilación con laser también gustó. Se trata de vanidad, y como el pecado que es hay que castigarla.

Todos esos aplausos pasan por alto lo que debería ser un gran motivo de preocupación: la violación al derecho a la propiedad privada y sus contratos, y al derecho de los ciudadanos a elegir lo que les gusta (¿o es que no preferimos ver una dentadura blanca y limpia?; ¿o es que nos resultan amigables las piernas peludas?).

El atropello a personas que ahorraron o se arriesgaron con inteligencia o tuvieron buenas ideas empresariales se pasa totalmente por alto. Como si no tuvieran ningún valor y merecieran ser castigadas por su éxito.

Se asume que el Estado debe intervenir y enmendar, y se le confiere la legitimidad de recortar bienes y libertades para luchar contra todo tipo de males: los vicios, la injusticia, la excesiva riqueza de algunos (que a menos que haya sido mal habida y no a base de trabajo inteligente, ¿qué de malo tiene?).

Jamás se reconoce el daño que esa intervención hace en el bienestar de los ciudadanos libres. Cuando les mata la motivación de emprender y producir y les viola el derecho a lo propio y a gastar lo suyo según les plazca. Esa violación constituye una verdadera maldición para cualquier sociedad. Pero aún así se aplaude y celebra. ¡Y hasta se exige!

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