Doña Catalina de Erauso, la llamada monja Alférez, era todo un personaje. Asumió la identidad de un hombre y probó su hombría –su hombría hispánica- de la peor manera posible, ejerciendo con saña la violencia al servicio de las peores causas, la violencia y la misoginia.

Quedó atrapada o atrapado al nacer en un cuerpo de mujer contra el cual se rebeló, pero ese fue también el límite de su rebeldía. No era una simple travesti. El traje de hombre que vistió durante tantos años no era un disfraz, era su piel, su verdadera piel. Luchó toda la vida para ser aceptada como hombre y se distinguió como matarife, militar y matarife representante del “vir ibérico”, el machismo o masculinidad de los monstruos de la conquista .

“El martilleo brioso y continuo –dice Patricia Cabral en su radiografía del personaje- de reiterados eventos evocados por el uso de verbos conjugados en el pretérito, refuerza y consolida el molde identitario resultante del acto inicial de travestismo, y su prolongación a largo plazo”.

Nada que ver con feminismo ni protofeminismo. Esa extraña criatura llamada la monja Alférez era lo que aquí llamamos un macho de hombre, aunque “blológicamente incompleto”.

Vestir para existir y actuar de otro modo: la cuestión de travestismo en “La historia de la Monja Alférez Doña Catalina de Erauso, escrita por ella misma”

Patricia Cabral

La transformación de aspecto permite el alejamiento eficaz y la adopción de una nueva identidad gracias al cambio de género, aunque éste sólo sea exterior. Esta modificación superficial genera alteraciones profundas capacitándola a ejercer la violencia, y a asumir la conducta inherente a la masculinidad tradicional según los parámetros peninsulares e imperialistas de la época. Al escoger una filiación militar, la Monja Alférez pasó a representar el vir ibérico, supremo monitor y ejecutor de la invasión y la colonización de América. El martilleo brioso y continuo de reiterados eventos evocados por el uso de verbos conjugados en el pretérito, refuerza y consolida el molde identitario resultante del acto inicial de travestismo, y su prolongación a largo plazo. La Monja Alférez es lo que hace, y lo que hace es ceñir su espada para cortar la cara del adversario, bregar, entrar la punta de la espada en el cuerpo de su contrincante, estar siempre con las armas en la mano, atropellar, matar, herir, hacer muchos daños, batallar, hacer diez mil añicos de un muchacho indígena, hacer tal estrago que corra como un río la sangre de sus víctimas, tirar una estocada, embestir, descerrajar, derribar, dar un arachuelo en la cara con un cuchillejo, y entrarle una estocada al italiano que se atrevió a ofender su hispanidad ibérica.5 La masculinidad de la Monja Alférez se efectúa por medio de la tropelía, la trampa y la crueldad, compensando por su condición de hombre biológicamente incompleto. 6

Sin embargo, la forma de travestismo de la Monja Alférez no desafía, ni cuestiona los cánones establecidos por la Iglesia Católica y el Imperio español; es decir, se pasa de un molde a otro, no se pone en duda el sistema que los ha engendrado. Inclusive, el amalgamar patrones de conducta asignados por separado a cada género, y basados en paradigmas morales propios de la civilización española católica, produce a la vez un personaje híbrido y curioso. Se adopta el vestuario, la belicosidad y los prejuicios del vir ibérico. En efecto, paradójicamente, la Monja Alférez concluye siendo el vir “perfecto” al conjugar las dos versiones del concepto de honor, tanto la masculina como la femenina: un valiente guerrero contenido sexualmente de manera absoluta al mantener su virginidad. Se absorben y condensan los aspectos ideales de la dualidad de género conforme a la fascinación por lo insólito y teatral del espíritu barroco, las doctrinas católicas sostenidas y reforzadas por la Contrarreforma y el Concilio de Trento, y la política expansionista del Imperio español, configurándose un sujeto misceláneo, y una especie de superhéroe colonizador. Instrumental y calculada, la transgresión de la Monja Alférez se adecuó a sus circunstancias personales, dando cabida a un posible y supuesto arrepentimiento de conveniencia expresado por medio de la asidua búsqueda de asilo en iglesias (opción que procede de la ley medieval denominada “el asilo en sagrado”), seguida de las debidas confesiones.

De ninguna manera supuso una rebelión unilateral e intransigente con la intención de socavar y demoler un sistema de vida. No se trata de un acto protofeminista. Esto se manifiesta en un episodio que ocurre al final de la obra, en el cual la Monja Alférez actúa como un macho misógeno al insultar y amenazar a dos mujeres: “En Nápoles, un día, paseándome en el muelle, reparé en las risadas de dos damiselas que parlaban con dos mozos, y me miraban. Y mirándolas, me dijo una: —Señora Catalina, ¿dónde es el camino?— Respondí: —Señoras p… a darles a ustedes cien pescozadas, y cien cuchilladas a quien les quiera defender—. Callaron y se fueron de allí.” 7

No acepta ser llamada “Señora Catalina” y ser señalada como mujer por mujeres que considera moralmente inferiores.
Del mismo modo en que utiliza ropa para convertirse en hombre, Catalina se vale de la confesión para recuperar su condición original de mujer, insistiendo en su estado de virginidad para salvaguardar su reinserción social de manera honorable. 8

La Monja Alférez realiza dos confesiones, la primera al fraile Luis Ferrer de Valencia,9 y la segunda al Obispo de Guamanga: “Señor, todo esto que he referido a V.S. ilustrísima no es así; la verdad es que soy mujer, que nací en tal parte, hija de fulano y sutana; que me entraron de tal edad en tal convento, con fulana mi tía; que allí me crié; que tomé el hábito; que tuve noviciado; que estando para profesar, por tal ocasión me salí; que me fui a tal parte, me desnudé, me vestí, me corté el cabello; partí allá y acullá; me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé; correteé, hasta venir a parar en lo presente, y a los pies de su señoría ilustrísima.” 10

A pesar de admitir sus crímenes y fechorías, la Monja Alférez, juega su última carta al insistir sobre su castidad y permitir que ésta sea debidamente confirmada: “A la tarde, como a las cuatro, entraron dos matronas y me miraron y se satisficieron, y declararon después ante el obispo con juramento, haberme visto y reconocido cuanto fue menester para certificarse y haberme hallado virgen intacta, como el día en que nací.”11

Después de haber vivido casi veinte años como hombre, soldado y pícaro, Catalina se ve obligada a vestir hábito de monja y a vivir primero en el convento de las monjas de santa Clara de Guamanga por cinco meses, y luego en el convento de la Trinidad en Lima durante dos años y cinco meses, permitiéndosele volver a España al probarse que no había sido monja profesa. 12

NOTAS:
5. Erauso, Historia de la Monja Alférez Catalina de Erauso, escrita por ella misma, 103, 106, 113, 114, 115, 116, 117, 125, 127, 128, 133, 148, 152, 153, 156, 166, 172.
6. Myers, Neither Saints Nor Sinners, 148.
7. Erauso, Historia de la Monja Alférez Catalina de Erauso, escrita por ella
misma, 175.
8. Myers, Neither Saints Nor Sinners, 157.
9. Erauso, Historia de la Monja Alférez Catalina de Erauso, escrita por ella
misma, 153.
10. Ibid, 160.
11. Ibid, 161.
12. Ibid, 162, 163, 164 l

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