En la tradición nacional, tras el esfuerzo fallido de una negociación en el ámbito político, puede apostarse a ver a los actores casi siempre en el punto de partida. Por eso, en momentos cruciales, nos ha resultado difícil salvar de obstáculos los caminos. Nos cuesta ceder en aras de un buen acuerdo.

La vía del desarrollo y la prosperidad no es otra que aquella en que todas las fuerzas organizadas ponen de lado sus diferencias, por serias que sean o parezcan, en beneficio de una meta común. Muchos ejemplos así lo indican. Irlanda, en medio de una de las más cruentas, desgarradoras guerras civiles, lo hizo y pudo zafarse del estancamiento, superando lastimosos niveles de miseria, que permitieron convertirla en una nación próspera dentro de los parámetros de la Unión Europea. A despecho de sus enormes e históricas rencillas regionales, y vestigios aún latentes de una conflagración intestina que dejó más de un millón de muertos, España encontró en la consigna de “unión en la diversidad” una vía segura al desarrollo, al mejoramiento de las condiciones de vida de sus ciudadanos y un lugar de prestigio en el viejo continente.

No estoy del todo seguro de que en las condiciones actuales de rispidez en que se encuentran las relaciones en el ámbito político nacional, un esfuerzo en esa dirección pueda tener éxito. Pero un viejo dicho popular nos recuerda que “no hay peor diligencia que aquella que no se hace”. De manera que se daría un paso fundamental si los líderes nacionales se esforzaran en aunar voluntades en la búsqueda y logro de ese gran objetivo nacional, sin renunciar necesariamente a sus diferencias. Me atrevería apostar que una gran parte de nuestra población está consciente de que sólo cuando sepultemos nuestra inveterada vocación por la rencilla estéril y juntemos esfuerzos por una meta común, el país podrá abrirse las puertas del futuro.

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