La ley 33-18 sobre partidos, agrupaciones y movimientos políticos plantea un escenario que probablemente esas entidades todavía no han valorado en su verdadera dimensión.

Es así, pese al largo período que el Congreso necesitó para hacer realidad ese estatuto. No importa lo defectuoso o asertivo que pudiera resultar. Al menos, es una norma a la cual los actores deben someterse.

Visto el panorama del partidismo, muy marcado por la desorganización, en el más amplio sentido de la palabra, regirse de acuerdo con la ley implicará mucho.

Podría pensarse que esa afirmación carece de valor si se imagina en atención a los “grandes partidos”, los llamados mayoritarios, a los cuales se supone capacidades operativas. Pero las diferencias entre los grandes y los pequeños no parecen considerables.

Habría que preguntar hasta dónde las organizaciones sustentan sus operaciones en sistemas de gestión, con plataformas administrativas eficaces, con posibilidades de responder a los imperativos de la nueva ley.

Para la Junta Central Electoral (JCE) no es extraño. Después de cada campaña política, vemos las dificultades que los partidos afrontan para presentar los resultados financieros. El mundo de las finanzas, sea la recaudación de recursos o el soporte de los gastos, forma parte de un misterioso esquema que ahora debe ser respondido con un mínimo de transparencia.

Disponer de los recursos para el crecimiento y el desarrollo de los miembros, mediante el gasto de determinados porcentajes, plantea novedades que serán suplidas con la rehabilitación o creación de escuelas o institutos de formación política y gestión pública.

La ley, para que funcione, conlleva cambios acerca de la forma en que los partidos conciben sus quehaceres. Para que surta efectos, tendría que ser explicitada a la militancia. De nada serviría si se queda como un dominio especial para unos cuantos. Su aplicación tiene que ser de dominio general, al menos para la dirigencia media.

Es decir, que la ley obliga a la implantación de una nueva práctica que sirva al surgimiento de instituciones que contribuyan a mejorar el nivel de organización, gestión y calidad de la actividad política.

Quizás en el tiempo, podría ayudar también a elevar la gestión pública.

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