El 25 de enero de 1980, en plena guerra fría, el Congreso de Estados Unidos aprobó una resolución que concedió a la República Popular China el tratamiento comercial de “nación más favorecida”. Mediante esa resolución, China empezó a recibir ventajas y preferencias, especialmente en el tratado comercial, lo que nunca pudo alcanzar la vieja Unión Soviética.

Fue un trato especial que el Congreso norteamericano se había negado a conceder al país asiático, pero la invasión a Afganistán lo llevó a reaccionar de esa manera, como una respuesta a la Unión Soviética.

Ese tratamiento fue el principio del extraordinario despegue en las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y China.

Ocho años antes, Richard Nixon, presidente republicano, reconoció con su viaje en 1972 la realidad de China Continental, y con el mismo el principio de “Una sola China”.

Esa decisión fue precedida de la resolución de las Naciones Unidas, aprobada el 25 de octubre de 1971, mediante la cual China fue admitida como “el único representante legítimo ante las Naciones Unidas”, después de la expulsión de los representantes de Taiwán.

Las relaciones entre Taiwán y China se caracterizaron por las tensiones, hasta que en 1992 se estableció un consenso que suavizó los términos de intercambio y se congelaron las relaciones con los diferentes países al nivel en que se encontraban entonces.

Hasta el ascenso en 2016 de Tsai Ing-wen, nacionalista que se distanció de las políticas precedentes, los intercambios a través del Estrecho de Taiwán permitieron que China Popular se convirtiera en el primer mercado de los taiwaneses y que más de 40 mil empresas de esa isla invirtieran más de 150 mil millones de dólares desde 1991.

Quizás han sido las líneas de Tsai Ing-wen que empujaron a los dirigentes chinos a ampliar sus vínculos en Centroamérica y el Caribe, que ahora Estados Unidos recela de manera absurda.
La administración actual de la Casa Blanca, en una guerra comercial con China, pretende trasladar su conflicto a lo que entiende es su traspatio, Centroamérica y el Caribe, y por eso, la mojiganga de llamar a sus embajadores de El Salvador, República Dominicana y Panamá para consultas a propósito del establecimiento de relaciones con China.

Donald Trump debe centrarse más en gobernar, y dejarnos tranquilos.

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