Thomas Jefferson estableció los límites de las relaciones entre la religión y el Estado en una carta a la Asociación Bautista de Danbury, Connecticut, que más de siglo y medio después, en 1962, la Corte Suprema de los Estados Unidos usó para declarar inconstitucional el rezo en las escuelas públicas estadounidenses. Su frase “muro de separación entre Iglesia y el Estado” definió la línea en las relaciones entre las religiones organizadas y el Estado nacional.

El contenido de la misiva de Jefferson, uno de los padres fundadores de la nación norteamericana, tiene hoy tanta o más vigencia que en aquellos difíciles años, a propósito del empecinamiento clerical de imponerle pautas religiosas a una nación, que a despecho del lema “Dios, Patria y Libertad”, inscrito en su escudo, está regida por una Constitución inspirada en el laicismo. El Gobierno ha dicho enfáticamente, al defender la observación presidencial a la reforma del Código Penal que penalizaría todas las formas de interrupción del embarazo, que el tema es una cuestión de Estado, de salud pública, ajeno a toda consideración religiosa.

Incluso la dirigencia evangélica dominicana no toma al parecer en cuenta, al adherirse a la posición asumida por el Episcopado, que en los albores de la Reforma Protestante, Martín Lutero enunció la doctrina de “los dos reinos”, que según los estudiosos del tema dio inicio a la moderna concepción de la separación de la Iglesia y el Estado.

La mayoría de las naciones han seguido el camino del laicismo en un ambiente de libertad religiosa, como es, por ejemplo, el caso de Francia, que en 1905 estableció el Estado secular en virtud de una ley basada en tres principios: neutralidad del Estado, libertad religiosa y la relación de los poderes públicos con la Iglesia. La ley declara que “la República no reconoce, no paga, ni subsidia religión alguna”.

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