Chapita (11 de 11)

El trato deferente que los marines dispensaban a Chapita no se correspondía con el repudio que cosechaba socialmente en El Seibo durante los años en que se dedicó, o lo dedicaron, a combatir la insurgencia en la zona.

El trato deferente que los marines dispensaban a Chapita no se correspondía con el repudio que cosechaba socialmente en El Seibo durante los años en que se dedicó, o lo dedicaron, a combatir la insurgencia en la zona. El flamante uniforme de oficial que ahora vestía no deslumbraba a la población civil ni era objeto de admiración. Inspiraba por el contrario un hondo malestar y rechazo, igual que los desmanes y ultrajes de la soldadesca.

Chapita se encontraba en El Seibo en compañía de sus conmilitones José Alfonseca, César Lora, y Adriano Valdez, que habían entrado junto con él a la Guardia Nacional y ostentaban su mismo rango. Con el segundo de ellos mantenía una relación estrecha, según se sabe, y el futuro les tenía reservado un reencuentro providencial.

En el Seibo, casualmente, Chapita probaría su suerte como advenedizo en la sociedad local y la suerte le fue adversa.

El hecho es que Chapita, que seguía casado formalmente con Aminta Ledesma (aunque ya en trámite de divorcio) se encaprichó o se enamoró de una joven con la cual planeaba un ventajoso matrimonio de conveniencia con el propósito de relacionarse, mezclarse -como dice Crassweler-con distinguidas familias de la provincia.

La familia que más le interesaba era la de Servando Morel, a la cual pertenecía la agraciada, la graciosa y dichosa criatura que se había hecho dueña de su corazón, la dulcinea Bienvenida Morel.
Chapita le ofreció matrimonio, según es de suponer, al cabo de ciertos galanteos, a la Bienvenida hija de Servando y casi al mismo tiempo solicitó la membresía en el principal club de El Seibo. En el club le dieron bola negra sin compasión, lo rechazaron en varias votaciones consecutivas. Bienvenida Morel, por su parte, declinó el dudoso honor de ser su esposa y al parecer hizo bien, tomó la decisión correcta la gentil doncella, desairó al gentil caballero que esperaba su respuesta como el Quijote de Rubén Darío, con la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón.

El teniente Chapita no era gracioso ni caía en gracia. Recibió un doble desplante, una doble humillación que nunca olvidaría, que hirió su ego y alimentó la caldera de sus odios y resentimientos.
Chapita demostraría muchas veces que a pesar de la imagen de oficial y caballero que quería proyectar, seguía siendo el mismo abusador, atropellador de mujeres y violador, alguien que persistiría hasta el último día de su vida en su condición de ave rapaz, de gavilán pollero. En una ocasión (una de las ocasiones de que se tiene noticia), mientras patrullaba en busca de guerrilleros, abusó varias veces de una muchacha y fue sometido ante una Corte Marcial en 1920. Las evidencias eran abrumadoras y habrían sido más que suficientes para condenarlo, pero Chapita era muy valioso para el imperio y, según se sabe, una junta de oficiales norteamericanos se negó a condenarlo.

Chapita era un hombre con suerte, después de todo, aunque no en el amor. En realidad, más que afortunado, era fortunatissimo, como dicen los italianos. Los yanquis habían creado la Guardia Nacional y crearían al poco tiempo una unidad de oficiales de élite para dirigirla cuando desocuparan el país. Para tal fin, en el mes de agosto de 1921 fundaron la Academia Militar de Haina y reclutaron a veintidós segundo tenientes para un curso o cursillo de cuatro meses. Chapita estaba casualmente entre ellos.

Crassweler explica que los rangos fueron anulados y todos se convirtieron en simples cadetes. La restitución o reconfirmación de esos mismos rangos dependería del desempeño académico. En diciembre, con un excelente récord de notas, Chapita recibió la suya y fue designado comandante de San Pedro de Macorís. Ahora era teniente segundo de verdad. A partir de este momento la carrera de Chapita iba a ser tan exitosa que a veces daría la impresión de que todas las circunstancias se conjuraban o conspiraban a su favor.

Así, en enero de 1922 el comandante del Departamento Norte de Santiago, nada más y nada menos que el ahora mayor César Lora, pidió que fuera asignado a su comando. Lora era su amigo, aquel con el que había confraternizado desde que entró a la guardia y durante su estadía en el Seibo. Además le tenía a Chapita, según él mismo decía, una absoluta confianza.

El flamante segundo teniente Chapita fue entonces trasladado al Cibao y al poco tiempo, mientras se encontraba de servicio en San Francisco de Macorís, fue ascendido al rango de capitán sin pasar por el de primer teniente. Una distinción que ningún otro oficial recibió.

Esta promoción -dice Crassweller- ocurrió simultáneamente con la reorganización de la Guardia Nacional Dominicana que entonces se convirtió en Policía Nacional Dominicana. La misma que luego pasaría a ser Brigada Nacional y finalmente Ejercito Nacional.

Chapita fue trasladado a Santiago donde lo pusieron al mando de una compañía, como corresponde a un capitán. A poco tiempo de su llegada un favorable reporte exaltaba de nuevo sus méritos y cualidades: “Este oficial es muy eficiente, uno de los mejores oficiales dominicanos en el Departamento Norte”.

En 1823 realizó otro curso de unos cuatro meses, esta vez en la Escuela de Oficiales del Departamento Norte: estudios de administración, topografía, ingeniería de campaña, derecho y maniobras de compañías y batallones. Chapita no sólo le sacó provecho a los estudios, sino que dio inicio o reafirmó una valiosa amistad con el coronel Thomas Watson, que era uno de los instructores, y al poco tiempo fue nombrado inspector del Primer Distrito Militar.

Chapita ocupaba entonces una de las más altas posiciones en mando y uno de sus superiores era ese mayor César Lora que había pedido su traslado del Este al Norte, su gran amigo y canchanchán J. César Lora, a quien Chapita tanto tenía que agradecer y agradecía.

Lora era el oficial que los yanquis se proponían dejar al mando, el favorito de los ocupantes para tomar las riendas del poder militar cuando se produjera la desocupación del país, que ya era inminente. Pero en 1924 el mayor Lora murió de muerte innatural, de muerte que parecía casi providencial.

Según dicen las malas lenguas, el mayor César Lora tenía un enredo con una mujer ajena, una casada infiel, y alguien lo chivateó. El marido era dentista y era teniente y una tarde o una noche en que se apagaron los faroles y se encendieron los grillos (como en el poema de Lorca), encontró al mayor bajo un puente, montando su potra de nácar sin bridas y sin estribos. Bajo un puente del río Yaque del Norte encontró el teniente al mayor Lora sobre su mujer, o quizás viceversa, y se cobró con sangre la afrenta. El encuentro no fue una obra de la providencia, no tan providencial.

Chapita no tenía nada que ver con el incidente, a pesar de lo que puedan pensar los malpensados, se lo impedía su condición de oficial y caballero, su honor de cuatrero y violador y el agradecimiento que dispensaba al mayor Lora. El dentista se había cobrado una deuda de honor, al fin y al cabo, y Chapita no tenía, por razones de empatía, grandes motivos para lamentar esa muerte, pero por lo mucho que tenía que ganar debió ponerse por lo menos contento o resignarse de buena gana ante el hecho consumado.

La naturaleza, como se sabe, odia el vacío y, diez días después de la ejecución de Lora, Chapita había ocupado su lugar y se hizo con el rango de mayor.

Chapita, que era un furioso apasionado del merengue, pudo escuchar al poco tiempo la pieza que refería la tragedia de su mentor y amigo en versos casi festivos:

“Debajo del puente Yaque / mataron al mayor Lora / por estarle enamorando / al teniente su señora”.

Cuando las tropas invasoras dejaron el país en 1924, el mayor Chapita ocupaba la tercera posición en el escalafón militar. Y ese mismo año, contrariando todos los pronósticos electorales, que favorecían a Francisco José Peynado, ganó Horacio Vásquez la elección a la Presidencia de la República.

Horacio tenía una simpatía o debilidad enfermiza por Chapita y Chapita supo aprovecharla, maniobrando con su innata astucia y falta de escrúpulos para desplazar del mando a otros competidores como el capitán Ramón Saviñón y el coronel Buenaventura Cabral y Baéz. De esta manera allanó el camino, pudo quedarse solo como candidado al máximo escalafón militar.

Al poco tiempo de su llegada al poder Horacio lo ascendió a teniente coronel, el 13 de agosto de 1927 lo promovió a brigadier general y en 1928 a brigadier general y Jefe de Estado Mayor.

Fabricado militarmente como quien dice al vapor en apenas diez años, el brigadier Chapita muy pronto se haría dueño del país, se lo metería literalmente en un bolsillo.

(Siete al anochecer [24]).

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