Gastronomía dominicana. Historia del sabor criollo (2 de 2)

Quizás nadie haya escrito sobre nuestra cocina con el rigor histórico y la sapiencia culinaria de Hugo Tolentino Dipp.

Trópico: mira tu chivo, / después de muerto, cantando. / A palos lo resucitan… / La muerte aquí, vida dando.
Manuel del Cabral

Quizás nadie haya escrito sobre nuestra cocina con el rigor histórico y la sapiencia culinaria de Hugo Tolentino Dipp. De ahí que, en su espacioso ensayo titulado Itinerario histórico de la gastronomía dominicana, la descripción fidedigna transite de manos del regusto y los sahumerios, del sabor y de la remembranza. Él, Hugo, cocinero cabal, gourmet implacable y ardoroso, nos recuece aquí de fechas y de sensaciones. Todo aquello en un lenguaje que envuelve de fragancias las imágenes intercaladas en el texto; y con voces que solazan el oído de verdores y de huertos recrecidos.

En ocho grandes apartados, el estudio recorre la vida del credo coquinario nacional: desde el arribo español en las postrimerías del siglo XV, hasta la pizza napolitana de hoy. La evolución de nuestra cocina se inicia en el encuentro de indígenas y conquistadores españoles. Yuca, batata, casabe (llamado luego “pan de las Indias”), peces (dajaos, biajacas, sagos), aves y frutas indígenas; mezclados en el rellano con garbanzos y lentejas, con bizcochos y miel, con tocino y queso de Andalucía. Así hubo de ser aquella concurrencia alimentaria en los primeros años de la colonia, sugiere el historiador.

Ya en el siglo XVI (en tiempos de frey Nicolás de Ovando): “El cultivo de la tierra experimentó un cambio apreciable y un importante crecimiento del ganado vacuno, caprino, porcino, ovejuno, así como de las aves traídas a la isla desde el segundo viaje. De América del Sur vendrían alimentos como la papa y ciertos tipos de frijoles. De México llegarían el tomate y semillas de ajíes dulces”. El desarrollo en esos años de una próspera economía cañera hace del azúcar un heroico e irreemplazable ingrediente de la gastronomía isleña.

Después de las “devastaciones” del gobernador Antonio Osorio (1605) la miseria abate a los veinte mil pobladores de la primera colonia española en el Mundo Nuevo. Muy poco era accesible en aquellos días con el “situado”, la limosna enviada para el puñado de habitantes de una villa donde “celébranse los días de preceptos misas de noche… por no tener vestidos decentes en la ciudad, donde todos son conocidos”.

Asaz se ha repetido, y así lo entiende Tolentino Dipp: el mestizaje de nuestra población (mestizaje antropológico, integral, que no sólo étnico y culinario) tiene como matriz el siglo XVII, en los años que sucedieron a las “devastaciones”. Días misérrimos, ciertamente, que alumbraron instantes de sobrevivencia creadora. Carencias infinitas, claro que sí, pero que nos hicieron dueños de una poética de la escasez y del instinto. (Aunque, no sé, quizá tenga alguna razón el poeta Pedro Mir cuando afirma: “Para un español, la falta de pan y vino es lo que se llama hambre. Porque la verdad es que había de todo”.)

Pocos cambios, en realidad, se verifican en nuestras esencias culinarias durante el período comprendido entre los siglos XVIII y XX. Algunos productos nuevos, apenas ciertas formulaciones que se integran tímidamente a la dieta básica nacional. Hasta bien entrado el siglo XX, la cultura del ‘conuco’ aparece enraizada en la sociedad dominicana. El libro Al amor del bohío, del poeta Ramón Emilio Jiménez, desagravia y exalta hábitos alimenticios que viajan desde los tiempos coloniales. Recubierta de una templada y heroica coraza, la gastronomía dominicana fue capaz de incorporar durante esos años, no sin sabiduría, los ‘géneros’ y el recetario de otras cocinas.

La presente globalización económica y social atrajo hacia estos lares el bagaje alimentario de numerosas civilizaciones. Entre otras influencias gastronómicas, Tolentino menciona la pujanza de las cocinas ‘cocola’, del oriente medio, italiana y china.

Buena parte de los negros libertos que emigraron al país en 1823 y 1824, durante la ocupación haitiana, se asentaron en Samaná y Puerto Plata. La astucia gastronómica de este puñado de individuos enriqueció la cocina dominicana con platos como el ‘pescado en escabeche’, el ‘cangrejo cocinado con coco’ y el ‘yaniqueque’.

Inmigrantes de las islas inglesas del Caribe llegaron al país (entre 1896 y 1916) para trabajar en la industria azucarera. Con una gran vocación laboral, además de una respetable conducta, los ‘cocolos’ trajeron a la mesa dominicana la ‘salsa de guavaberry’, la ensalada de ‘buen pan con bacalao’, las batatas caramelizadas con casquitos de guayaba, los bollos con molondrón, los ‘dumplín’, los guisos de lambí, los pescados fritos, los guisos de pata de vaca, los estofados de lengua (de arroz y de vegetales), los bizcochos de zanahoria, las galletas de maní, los ‘muffins’ de auyama, los conconetes, la cerveza de jengibre y una variedad de panes.

Los emigrantes del medio Oriente (libaneses, sirios y palestinos) llegaron al país entre 1875 y los primeros decenios del siglo XX. Muchos de los productos traídos a Santo Domingo por los españoles a partir de 1493 fueron llevados por los árabes a España durante los siete siglos de su asentamiento en la península ibérica. Dice el autor: “Berenjenas, repollos, hojas de parra, perejil, albahaca, cebolla, ajo, especias, hierbabuena, calabazas, espinacas, garbanzos, almendras, uvas, pasas, dátiles, aceite de oliva, aceitunas, arroz, trigo, fideos, frutos secos, para no mencionar más, reencontraron los árabes en Santo Domingo para poder dar continuidad a sus hábitos alimenticios”.
Quipe crudo (‘naye’), quipe al horno, rellenos de repollo, rellenitos de hojas de parra, berenjenas rellenas, el ‘tipile’ (‘tabouleh’) y el ‘tahine’ –apunta el autor— forman parte del ‘mezze’: platillos de entrada que, fruto de la prolongada dominación árabe, crearon la costumbre española de las ‘tapas’.

La gastronomía italiana es prodigiosamente variada. De los pueblos del Sur nos llegaron la pizza, las lasagnas, los macarrones y los espaguetis, el queso provolone, el tiramisú y los helados. Desde el Norte, los ‘gnochi’, la ‘polenta’, el pesto genovés, la salsa boloñesa, los ‘risottos’, el ‘carpaccio’ (de cordero o de cabrito). Salamis, jamones, ‘prosciuttos’, mortadelas, quesos (parmigiano reggiano, grana padano, pecorino, gorgonzola), vinagre balsámico de Módena…

Hoy día, la mayoría de los emigrantes chinos proceden de Guandong, provincia donde se origina la comida cantonesa, una de las mejores del Oriente Asiático. Culinaria de la pobreza, los platos chinos brindan pitanza y frugalidad: ‘chofán’, ‘chop suey’, ‘won tong’, arroz frito, costillitas de cerdo agridulces, chicharrones de pollo.

A las emanaciones de aquel vertiginoso potingue que burbujeara en la marmita del siglo XVII, no cabe duda, habría de agregarse ahora el honroso tributo de estos emigrantes, de estos seres transterrados (‘cocolos’, italianos, árabes, chinos) que ya constituyen parte inseparable del tejido social dominicano.

Son rastros que infiero de este ensayo, enjundioso y notablemente bien escrito, acerca del trayecto y los avatares de nuestra cocina. Raciocinio de una sabiduría ancestral que deviene, asimismo, en breviario de identidad colectiva, esta lección de Hugo Tolentino Dipp nos arraiga, con firmeza, en la intelección de lo que fuimos y aún valemos. Hoy, por supuesto, nada me parecería más oportuno.

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Todas las fotografías aquí incluidas
forman parte del libro “Gastronomía
Dominicana. Historia del sabor criollo”;
Colección Cultural Codetel, Volumen IX.

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