La capacidad de separar lo personal de lo político produce muchas veces una acogedora sensación de sosiego íntimo, difícil de describir. Ello explica el por qué, a pesar de los años transcurridos y las enormes barreras ideológicas que nos distanciaban, guarde un profundo aprecio por Juan Doucudray, dirigente en los años sesenta del entonces Partido Socialista, más tarde Partido Comunista Dominicano, y quien dos décadas después dirigiera el semanario Vanguardia del Pueblo, órgano del Partido de la Liberación Dominicana (PLD).

Lo conocí inesperadamente una mañana en mi casa, cuando vivíamos en la cuarta planta de un edificio de cinco, a una cuadra del Palacio Nacional. Lo llevó mi hermano Tilo, que entonces era un estudiante de medicina de último año y militante de izquierda en la universidad. Fue en 1964, cuando yo era apenas un muchacho más dado a la literatura y al ajedrez que a las luchas políticas.

La policía buscaba a Juan por actividades clandestinas. Su foto había sido publicada ofreciéndose una recompensa por información sobre su paradero. El haberlo llevado a casa había sido un acto irreflexivo de mi hermano “quien ahora es médico, ejerce en los Estados Unidos y estuvo años después en la guerra de Vietnam”, pues ponía en peligro la tranquilidad de un hogar laborioso, castigado frecuentemente por la escasez y los apuros económicos, mezclados con periodos de bonanza.

Mi hermano no reparó en que mi hermana Mercedes (Mechi), trabajaba en el Palacio, en una oficina próxima a la del presidente del Triunvirato que gobernaba a la nación. Eso aumentaba los riesgos.

La primera seria desavenencia política entre mi padre y mi hermano, a quienes entonces separaban grandes diferencias ideológicas, vino por esta causa. Mi padre se opuso con energía, pero los argumentos del hijo que amenazó con abandonar la casa y entregarse a la política con el visitante, terminaron por derrumbar sus objeciones. A regañadientes aceptó al nuevo inquilino.

Juan, a quien todos conocían por el sobrenombre de “ El Pato”, pasó a ocupar la última habitación al final del pasillo, en la que habitábamos también dos de los cuatro varones de la familia. En poco tiempo pasó a ser uno más en aquella casa llena de miedo, donde el temor se filtraba con la fuerza repentina de un látigo con cada toque del timbre.

En los casi dos meses que permaneció allí escondido se estableció una gran corriente de estimación que ni aún los fuertes reparos ideológicos de mi padre resistieron. No pasó mucho tiempo sin que él llegara a sentir afecto por aquel extraño hombre silencioso, de mirada serena y a veces huidiza, que movido como por un resorte solía levantarse de prisa de la mesa, a la hora del almuerzo o la cena, cuando alguien tocaba el timbre de la puerta.

Su ingreso en tales circunstancias en la casa había obligado a cambiar los hábitos de familia. Tilo había comunicado la información de su llegada a mi madre antes que a mi padre, por diversas razones, la principal, de las cuales era diligenciarse su apoyo precio. Lo primero que hizo mamá fue despedir a la muchacha del servicio.

En la habitación, antes de ir a la cama, había adoptado la costumbre de buscarle conversación a este hombre misterioso rodeado de leyendas que a mi edad e inquietudes naturales resultaba fascinante. Él se interesaba por mi afición por el ajedrez. No hacía mucho que había tomado parte en Tel Aviv, Israel, en unas olimpiadas mundiales y él se interesaba por las anécdotas que yo le contaba sobre los soviéticos y la manera como superaron al resto de los competidores. Tenía una enorme facilidad para mantener mi interés en su persona y llegué a convencerme en un momento dado que le agradaba mi presencia.

Al principio tenía miedo de acercármele. Había presenciado la disputa de mi padre con mi hermano y la forma en que esta desavenencia familiar afectó a nuestro progenitor, que se encerró en sí mismo durante días, sin pronunciar una sola palabra. Su rostro se había convertido en un solo rictus, donde había enfado y amargura y una extraña dosis de tristeza, por la situación personal de aquel inesperado e inoportuno visitante.

Cuando finalmente nuestro huésped se fue, envuelto en un curioso disfraz, con el sosiego familiar se hizo un tremendo vacío en la casa. Mi madre nos reunió a todos esa noche alrededor de la mesa para dar gracias al Señor y orar por la vida de aquel hombre. En medio de tal solemnidad se alcanzaba a escuchar la voz ronca de mi padre que nunca rezaba, repetir aquellas oraciones milagrosas: “Padre nuestro que estás en los cielos”.

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