La muerte me despojó de Hugo Tolentino, un querido amigo. Y arrebató al país un hombre público de luces: tribuno ardoroso, historiador, gran prosista, maestro de derecho constitucional, poeta… Sobre todas las ocurrencias, perdimos a un ser humano decente, a un honorable ciudadano de este solar.

Con Hugo compartí algunos de sus atributos menos visibles, acaso los más reservados: la literatura y la música, la pintura, la gastronomía y las agudezas de Brillat-Savarin, la poesía y la benigna ebriedad como una épica de la elegancia en tiempos nublados.

Hará 21 años que Hugo me obsequió ‘Vocablos’, uno de sus libros de poemas. Comenté la obra para la revista Rumbo, en junio de 1998. Tal un rendido adiós al amigo, entrego a los lectores aquellas palabras.

Los Vocablos de Hugo

Hugo Tolentino Dipp acaba de publicar un estimable libro de poemas: “Vocablos”. Expresión de los sentidos, locución táctil, declaración conmovedora, la voz poética de Hugo parece cosa de la noche. Quizá porque en la oscuridad está el silencio que deja oír las músicas remotas o el secreto murmurante de soledades furtivas. Tal vez. Bien mirada, sin embargo, la inspiración se lanza más allá del episodio y del estricto relato. La piel, los pechos, los labios, la cintura, el beso, el amigo muerto, Neruda, la soledad, el amor, la devoción, lo dicen todo.

El arte de Hugo es simple y hondo, con palabras que se erigen en símbolos de un credo, de una filosofía, de una sabiduría trenzada con hebras de pasión y de erotismo, con briznas de un deseo que se deshace en el pasado irrecobrable.

El libro contiene una introducción (“Bien quisiera yo”), luego transita por nueve “Poemas del ayer presente”, “Dos poemas para dos patriotas”, “Tres poemas para tres amigos”, nueve “Poemas del tiempo” y culmina en siete espléndidos “Sonetos íntimos”.

El poemario es un registro desbordante de señas y alusiones, de secretos y sugerencias. Pero, sobre todo, es un libro de amor y de añoranzas. La composición primera, “Bien quisiera yo”, proclama la rebeldía visceral, el desgarrón ontológico, la persistencia de un romanticismo que lo sujeta en los cepos de su fe:

Heme aquí inventando el tiempo de las flores, / creyéndome infinito para el amor a ultranza, / atropellando versos de pasión, dolor y sexo, / fabricando verdades de utopía, / borracho en la bohemia de la fe en el hombre.

Los “Poemas del ayer presente” viajan de la inocencia a la maternidad, de la voz que se quiebra al menester del pan, de la vida que nace a la perennidad de la ternura:

Amarse es más que eso. / El amor tiene beso y contrabeso, / tiene salto y sobresalto, / tiene tiempo y contratiempo, / tiene canto y contracanto. / Mi amor es más que un solo santo. / Aloja sus demonios, / tiene tentaciones y pecados. / Y, sobre todo, / desborda la estrechez del calendario.

Las claves existenciales de Hugo están rotundamente definidas en sus “Poemas del tiempo”. Dirá él:

Tiempo de ayer que sólo es hoy en la nostalgia, / en esa tierna mordida / que es el dolor del alma. / Difuminadas sombras que se asoman como un vertiginoso desfile de fantasmas. / Regresan sin fechas y sin nombres, / en un afán de avasallar olvidos, / de acortar distancias, / de quitarnos la paz que nos rodea / cuando tenemos la memoria / desdibujada y lejana.

Poesía en estado de vigilia, la pregunta asoma:

¿Por qué este tierno furor dentro del pecho / cuando en la palma de mis manos / se ahondan mis enmohecidas cicatrices?
Estro del silencio, melancolía que no cesa, el aliento sucumbe en estas frases:

Cómo nos vamos muriendo / a destajo, / trecho a trecho, / por pedazos, / fruncido el entrecejo, / conscientes de que somos incapaces / de aprisionar el tiempo y hacerlo nuestro.

Para mi gusto, los “Sonetos íntimos” bien justifican, por sí solos, la edición del libro de “Vocablos”. Hay aquí un oficio de rapsoda –y digámoslo: una vocación– que revela claramente sus influjos: Neruda, Miguel Hernández, Lorca, Machado, Darío, Pedro Mir. Los sonetos de Hugo irradian musicalidad, donaire, intuición poética. Como si fluyera un agua verbal, en el momento justo aparece la palabra necesaria, el significado exacto, la sonoridad precisa y rigurosa.

Estos versos finales del libro nos sitúan en una atmósfera de vivo apasionamiento, de erotismo urgente, de carnalidad encendida y turbadora. El hechizo del cuerpo constituye el texto amoroso. La poesía erótica trasciende en ceremonia, en representación, en purificación:

Se desliza el amor por tus laderas / hasta la oscura flor de ronco celo. / Busca el beso saciarse en tus caderas / desbrozando lo fino de tu velo. / Llega el beso a la flor y a tus maneras / de entregar su aromado terciopelo. / Va trepando el amor enredaderas / hasta sentir las ansias en desvelo. / Un suave torbellino arremolina / los deshojados pétalos ardidos. / Van sudores de miel por tu cintura / porque se hincó el amor como una espina / provocando temblores ateridos / en el tierno botón de tu hendidura.

La reflexión sobre el amor se convierte aquí en un modo de interpretar la vida: en un ars amandi que es arte de vivir y, asimismo, arte de morir. Con su poesía, Hugo no pretende cambiar el mundo ni cambiar al hombre. Hundidos en la embriaguez del espíritu, estos sonetos eróticos proclaman una estética, una ética y una etiqueta: una cortesía, para emplear el término medieval.

Me regocija íntimamente esta voz que pregona el heroísmo de lo individual, la apoteosis de todo lo que fluye y crece: el triunfo avasallante de la vida…

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