En economía se utiliza el término “demanda inelástica”, para referirse a una demanda que se muestra insensible al cambio de precio. Es el caso del consumidor que no deja de comprar ciertos productos, aunque su precio suba, porque le son imprescindibles o porque no existen otros bienes que los sustituyan.
Esto es particularmente así con la insulina, que le salva la vida, pero también con los bienes y servicios que satisfacen sus vicios (alcohol, cigarrillos, pornografía, juegos, drogas…).

A la fiscalidad de los países le encanta esta última “inelasticidad” basada en la debilidad humana. Y con el pretexto de “cuidar nuestra salud, desincentivar el pecado, disminuir las muertes en las carreteras por el manejo temerario y reducir la criminalidad”, pone altos impuestos a estos vicios. Sabiendo de antemano que a pesar de encarecerlos, la gente no los va a dejar.

Entonces los gobiernos aumentan sus ingresos, pero incentivan el contrabando y empeoran lo que nos hicieron creer que pretendían mejorar. Los más pobres son los más perjudicados porque recurren a productos adulterados o al robo para seguir consumiéndolos.

La onda puritana, esa tendencia tan de moda a despreciar a la gente corriente porque disfruta lo que “no es correcto” (el traguito, el cigarrito, las carreras de carros, las mujeres, la vida…) les da permiso a los gobiernos y a las instituciones reguladoras como la Organzación Mundial de la Salud, de invadir nuestra libertad (“porque no se puede confiar en nosotros”).

Es a ellos a quienes hay que tenerles verdadera desconfianza, pues con su moralismo no hacen más que disfrazar sus reales intenciones: recaudar a toda costa, meter mano en nuestros bolsillos.

Para muy probablemente (con lo nuestro) irse a tomar un buen whisky por ahí.

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