El estado natural del hombre es dejarse llevar por sus pasiones.
Thomas Hobbes

Muy pocos recuerdan hoy el Leviatán, un libro publicado en 1651 por el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679). Esta obra, a modo de breviario sobre la índole y el ordenamiento de la sociedad, propone una psicología fundada en la existencia del odio humano, de la violencia y la ambición desordenadas. Hobbes señala que sólo un gobierno omnipotente, con señorío absoluto –un Leviatán– podría mantener las pasiones humanas bajo control. (El nombre no carece de simbolismo. El Libro de Job lo describe como la mayor bestia acuática. De enemigo de las almas, idéntico al demonio, lo califican los Santos Padres de la Iglesia. En la obra de Hobbes representa al hombre de fuerza colosal que congrega todas las energías. El poder del Estado, desde entonces, se representa como un alegórico Leviatán).

Hobbes afirma que el estado natural es “la guerra de todo hombre contra todo otro hombre”. Sin un gobierno todopoderoso, dice él, la vida humana sería “solitaria, pobre, asquerosa, brutal y corta”. Al formar comunidades sujetas a una autoridad central, sólo así, los hombres se librarán de estos males. Ninguna libertad individual existe bajo el Leviatán. Únicamente es soberano el gobierno: el omnipotente, el omnisciente, el omnipresente sistema de mando. Todo albedrío ciudadano termina al elegir gobernante. El Leviatán es como un Dios, aunque mortal.

Cuando concluye el siglo XVIII un gobierno Leviatán resulta inadmisible en la América que despunta por el Norte. Cercano al espectro de Hobbes, en la Filadelfia de 1787 hay doctos y eminentes invitados: los manes del Barón de Montesquieu y de John Locke.

Montesquieu, un escolástico juez provincial francés, aporta el concepto de libertad individual y el principio de los ‘controles y equilibrios’ de la función gubernativa. Desde otro sesgo, Locke, médico y filósofo inglés admirador de Descartes, enuncia que el tránsito del estado de naturaleza a la sociedad civil se cumple con el objeto de garantizar los derechos naturales del hombre (vida, salud, libertad, propiedad), especialmente el de propiedad. Esto así, acaso por sus ideas liberales o merced a la noción de que la propiedad deviene en legítimo soporte de la libertad. Somos libres en cuanto somos dueños de nosotros mismos. De Hobbes únicamente sobrevivirá una difusa premisa psicológica: los seres humanos, en acto o en potencia, son objetables e inciertos.
El gobierno de aquellas colonias emancipadas sitúa al individuo en el núcleo de la vida política. El acento en el hombre, no en la sociedad o en el Estado. Un gobierno apartado, remoto, acullá… Un hombre “turbulento, carnal, sensual; comiendo, bebiendo y criando”, cantará pronto Walt Whitman. Libertad de hablar, de aprender, de transitar, de adquirir, de trabajar, de competir. Todo ello a distancia, suficientemente lejos del Estado. Ni amigo colaborador, así tampoco enemigo amenazante. La América libertaria, la del Norte, sueña con un hombre emancipado, solo, responsable, que goza de los frutos de su batalla personal.
De otro modo se dan las cosas en el Sur. A través de un siglo, Hispanoamérica irá de aquel bilioso pesimismo de Bolívar en 1830 (“La América es ingobernable para nosotros”, “La única cosa que se puede hacer en América es emigrar”) hasta remontar a la utopía evangélica del “arielismo”.

Setenta años después de la muerte de Bolívar, el uruguayo José Enrique Rodó insufla el ensueño de las élites criollas con la quimera de Ariel, genio del aire en la simbología de La Tempestad de Shakespeare. Rodó descubre en Ariel la ‘sensible entidad’ del latino, con su espíritu encauzado a los valores morales. La sensualidad y la torpeza de Calibán, dirá el uruguayo, encarnan la síntesis del rústico y feroz utilitarismo norteamericano.

Mas el resultado no se hace esperar. Nuestras iluminadas naciones arielistas escapan raudas del vértigo sideral y tocan tierra en los trágicos leviatanes cuartelarios de Juan Vicente Gómez, Anastasio Somoza, Marcos Pérez Jiménez y Rafael Leónidas Trujillo.

El Norte, todavía en balbuceos independentistas, despunta terrenal, laico, libertario y opuesto al avasallamiento gubernativo. Las repúblicas del Sur, en atroz paradoja de arielismo, emergen embaucadas y cruelmente elitistas. Ajenas, en todo caso, al ejercicio del derecho individual y sometidas, poco menos que sin excepción, a mandatarios dueños hasta del aire.

Hobbes es ahora un fósil de la arqueología política. En pleno siglo XXI muy pocos dudan que el progreso humano sea alcanzable únicamente en el seno de economías libres, bajo sistemas que fomenten la iniciativa individual, la igualdad de oportunidades y la competencia abierta.

Naufragaron ya los leviatanes detrás de la cortina de hierro. Se van a pique también aquellos leviatanes paradisíacos copiados en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Fracasó definitivamente (y que así sea para la eternidad, por lo menos en esta mitad del planeta) aquel siniestro y ruinoso desatino.

Pero no ignoremos que el fantasma de Hobbes sobrevive en los trastornos irresueltos de nuestros países. En los millones de analfabetos y desnutridos, o en las muchedumbres de indígenas que aún vegetan en las páginas tristes de Asturias y de Arguedas. Son estos, visiblemente, los frutos de tan virtuosos leviatanes iberoamericanos. La cosecha de casi dos siglos de un despotismo fúnebre y delirante.

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