Confieso que mi estómago no se acostumbra a la nueva cocina. No puedo soportar una molleja de ternera que nada en una salsa salada, y me es imposible, comer un picadillo, compuesto de pavo, de liebre y de conejo que pretenden hacerme ver como una sola carne (…). En cuanto a los cocineros, no soy capaz de soportar la esencia de
jamones, ni el exceso de morillas y de champiñones, de pimienta y de nuez moscada con los cuales disfrazan unos manjares muy sanos por sí mismos.

VOLTAIRE

Los norteamericanos se comerán hasta la basura,siempre que la rocíes profusamente con ketchup.

Henry MILLER

La historia de la cocina, en última instancia, es una historia del apetito, de las costumbres y del gusto. La cocina procede de dos fuentes: una es popular; la otra, sabia. Existe una comida campesina (plebeya, del ama de casa o de la modesta cocinera doméstica) y una cocina de profesionales que sólo creadores ardorosos, y con dedicación exclusiva, pueden realizar.

La primera tiene a su favor el ser una culinaria del terruño, del mercado, que explota los productos de la región y según la temporada. Todo en estrecha relación con la naturaleza y basada en un ‘saber hacer’ hereditario, transmitido por las vías inconscientes de la imitación y la costumbre. Como decir: fórmulas de cocción ya probadas, pacientemente aplicadas, y en estrecha dependencia con cierto instrumental de cocina ya arraigado por la tradición. Este tipo de cocina ‘no viaja’ o ‘viaja mal’, esto es, se corrompe con los desplazamientos culturales y geográficos. La segunda (la ‘cocina de autor’) se basa tanto en los hallazgos y los intercambios como en la experimentación.

La historia de la gastronomía es una sucesión de permutas y dificultades, de abandonos y reconciliaciones entre la cocina corriente y la cocina con arte. El arte, aun siendo creación personal, es imposible sin una base artesanal. Si la cocina es un refinamiento de la alimentación, la gastronomía es un perfeccionamiento de la cocina misma. Un chef que no empieza por cocinar y combinar los productos básicos de la cocina, por lo menos tan bien como un ama de casa, es un impostor.

La gran cocina no pertenece imperiosamente a los privilegiados. Las clases ricas, las naciones ricas, no siempre son las que mejor comen. En muchos pueblos pobres se elaboran platos exquisitos y asombrosos, como la ‘barbacoa’ de los indios de México (cabrito cocido lentamente bajo tierra caliente), o el ‘mole poblano’, también de México (guiso de pavo al chocolate). Con la nación más opulenta del planeta como paradigma, Octavio Paz ha dicho: “La cocina norteamericana tradicional es una cocina sin misterios: alimentos simples, nutritivos y poco condimentados (…) El placer es una noción (una sensación) ausente de la cocina yanqui tradicional”.

Pero si el nivel de vida no basta para suscitar el gran arte, tampoco una tradición gastronómica es capaz de resistir una miseria muy dura y prolongada. La tradición no puede perpetuarse sin una práctica cotidiana, y no habrá consagración de los hábitos sin un mínimo de bienestar o desahogo.

“La comida del dominicano —una vez dije— no es la ‘cocina de palacio’, sino un producto de la etnología, o de una mezcla de biología y etnología”. Desde el siglo pasado, el dominicano de clase media almuerza cotidianamente lo mismo: arroz, habichuelas, carne (de pollo, de cerdo o de res) y plátano: los cuatro cuarteles de la voluntariosa ‘bandera dominicana’. El arroz y la habichuela se ligan, en ocasiones, para producir el ‘moro’. El arroz y la carne también hacen mezcla y provocan un sabor obstinado: el arroz con pollo. Una o dos veces a la semana, si acaso, se prepara el ‘sancocho’: de ‘víveres’ o de habichuelas rojas. Comerse un pato o una guinea guisada al vino es cada vez más infrecuente y exótico.

Salvo en las poblaciones costeras, los dominicanos de clase acomodada ingieren muy poco pescado. La preparación del pescado frito, o de la ‘minuta’ o del ‘pescado con coco’, resulta habitual únicamente en Samaná, Sabana de la Mar, Miches, San Pedro de Macorís, Barahona y otros pueblos a orillas del mar. El chivo guisado con orégano es un plato corriente tan sólo en las mesas del noroeste o del sur profundo. Cerca de la frontera, el chivo se hace acompañar de ‘chenchén’, suerte de engrudo que los haitianos fabrican con harina de maíz muy gruesa. El ‘puerco asado a la puya’, tradicional o ‘chilindrón’ (relleno de moro), aparece como un manjar para ocasiones especiales y, claro está, en las Navidades.

La dominicana —sencilla, estática; aunque, en ocasiones, mágica— es una cocina con líneas rezagadas de la culinaria medieval. Así, la fuerza de las especias, de los azúcares y de los ácidos (y más que nada su mezcla) tiende a matar todo gusto diferente. La revolución gastronómica ocurrida en Europa durante los siglos XVII y XVIII supuso, en principio, una búsqueda de sabores más refinados —del verdadero sabor natural de cada producto— frente a esa voluminosa artillería gótica. Los primores de aquella subversión coquinaria no llegaron, por desdicha, hasta un islote que sobrevivía entonces gracias a la limosna bochornosa del ‘situado’.

Es evidente que la gran cocina ‘sabia’ surge y se desarrolla en aquellos lugares donde existe ya una buena cocina tradicional, deleitable y variada, que le sirve de fundamento. Nuestra cocina cotidiana —aquella que se basa en los productos del suelo y aparece vinculada a una sabiduría patrimonial— ha evolucionado muy poco en los últimos cien años. Los grandes cocineros nacionales (que los hay, y estupendos) consagran su arte preferentemente a la elaboración de platos para entendidos, para gourmets, con un pronunciado sesgo hacia la gastronomía francesa, italiana o española. Salvo excepciones no siempre honrosas, carecemos de restaurantes y establecimientos donde la tradición culinaria nacional sea objeto de innovación y ensayo, bajo la tutela de grandes artífices.
El deseo de remediar una cierta pobreza, una determinada monotonía en la culinaria propia, nos ha llevado a importar platos extranjeros de marcada sapidez. Pero estos no solamente representan comidas exóticas, sino también fabricaciones de origen popular o campesino. Es el caso, por ejemplo, de la pizza napolitana, de la lasagna a la boloñesa, del cus-cús marroquí y argelino, de la paella española, de la feijoada brasileña, de los tacos y moles mexicanos, del roast-beef a la inglesa, de las berenjenas a la turca, del chofán y el chop-suey del Chinatown californiano, de los sushi y sashimi japoneses. Estas comidas regionales, en tanto satisfacen los apetitos globalizadores de la clase media nacional —sus veleidades internacionalistas—, ahogan el florecimiento de una verdadera gastronomía cimentada en los productos y usos del país.

Imposible pasar por alto, además, que las revoluciones gastronómicas son igualmente revoluciones en la terminología. Como fuera el caso de la ‘nueva cocina francesa’ —la nouvelle-cuisine—, se trató más de un aparato verbal, de una prosopopeya que de una verdadera transfiguración gastrológica. El periodista Honoré Bostel se burló, en 1978, de las innovaciones retóricas de esta escuela (poco menos que extravagante e insípida en sus resultados). Escribió él:

“Veamos cómo hay que proceder para disfrutar de estos últimos gritos de la
moda si se desea proponer un menú ‘in’:

1-Bautizar las entradas con nombres de postres. Por ejemplo, para empezar, Sorbet de fromage de tête (sorbete de cabeza de jabalí).

2-Invertir el nombre del plato principal, sobre todo en lo que concierne a carnes y pescado. Ejemplo: Rumsteak de sole (Solomillo de lenguado) o Darne de boeuf mode (Zarzuela de vísceras).

3-No olvidar que los pasteles sólo pueden ser de legumbres o pescado (y preferiblemente pequeños).

4-Reconvertir el nombre de los postres en nombres de entradas. Por ejemplo: Soupe de figues o de fraises (Sopa de higos o de fresas).

De esta forma no será el plato sino la sutileza de la sintaxis la que llamará la atención”.
Nuestras flamantes élites económicas concurren asiduamente a restaurantes franceses, italianos y españoles. En ocasiones se procura tan sólo la excitación del menú, la provocación del nombre, la musicalidad ocasionada por el título de un plato: lengua de ternera en gelatina, áspics de crestas y riñones, chaud-froid de faisán, darnes de salmón, galantinas de merluza en mantequilla de Montpellier.

Henri Bergson escribió: “Así, cuando yo degusto un plato de reconocido prestigio, su nombre, además de su éxito, se interpone entre mi sensación y mi conciencia, hasta creer que el sabor me agrada, mientras que un mínimo esfuerzo de atención quizá me probaría lo contrario”.

La gastronomía, como toda costumbre, cambia y ordena sus valores con el tiempo y los contextos. La cocina nuestra, la entrañablemente propia, de verdad, muy poco ha variado y muy poco levanta hoy la cabeza. Recluida inapelablemente en el hogar, casi desterrada de los lugares públicos, la culinaria nacional exige de brotes lozanos, de renuevos iluminados por el talento y la fantasía.

Porque con tanto fast-food en las calles y plazuelas, con tanta pizza y hamburguesa trashumantes, vivimos el riesgo de perder lo poco que aún nos queda (custodiado en la memoria, tal vez, por la fragancia recóndita de aquella mesa servida otrora por la abuela…).

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