Guy de Maupassant se refería al burócrata como ese “hombre lleno de una sensatez que linda con la estupidez”. Solía burlarse de los funcionarios públicos, dando a entender que no son realmente capaces de resolver nada concreto, pero a pesar de eso están convencidos de que pueden arreglar un país entero. Esto es en serio. ¡De verdad se lo creen!

Sería interesante acompañar a varios de ellos un día de semana, y ver qué hacen desde que se levantan hasta que se acuestan. Si al menos van algunas horas a un despacho o prefieren “salvar la patria” desde un buen restaurante, o desde la primera clase de un avión o asistiendo a congresos en lugares exóticos.

Sería bueno incluso analizar a los que al menos cumplen un horario de oficina, desmenuzando sus tareas y determinando qué relación directa tienen con la expansión y el desarrollo de su país.
Si se la pasan conversando sobre política, o adulando al jefe para que le nombre a una sobrina, o secundándolo en inaugurar algún antojo vanidoso, de esos que lo hacen salir en la prensa. O si, por el contrario, lo que hacen tiene algo que ver con generar empleos productivos o fomentar exportaciones.

Creo muy sinceramente que lo primero predominaría.

Si hiciéramos lo mismo con un empresario (con el de verdad, no con el “enchufado al Estado”), descubriríamos que sus días son muy diferentes.

El empresario está obligado a satisfacer a sus clientes, a crear bienes y servicios útiles, a tomar decisiones inteligentes y a generar riqueza. Su beneficio depende de que así sea. Nadie le garantiza su ingreso.

En su caso, la relación actividad y aporte tangible es mucho más evidente, pues no le queda más remedio que ser productivo y que sus clientes queden satisfechos. Si no, se queda sin ellos.

El burócrata no tiene esa presión. Haga lo que haga, como quiera cobra. Da igual que sirva alguna necesidad específica en alguna parte, o que se la pase paseando por cocteles e inflando su ego de patriota con algún que otro “invento”.

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