El llamado “impeachment” es una figura jurídica compleja, originada del derecho consuetudinario británico. Durante siglos, el parlamento ha citado a altos funcionarios para investigarlos y destituirlos. En 1788, Alexander Hamilton describió los delitos impugnables como aquellos “que proceden de la mala conducta de los hombres públicos”. Es decir, son por naturaleza políticos y no necesariamente penales. De ahí su considerable complejidad.
Es una mala conducta política que deberá ser juzgada por legisladores electos, que a su vez, son políticos. Hamilton no se hizo ninguna ilusión sobre el proceso, que “rara vez dejará de agitar las pasiones” de la sociedad y de dividirla.

En el caso norteamericano, existe la dificultad añadida de que la constitución no define qué hechos constituyen “traición, soborno u otros delitos graves y delitos menores” para destituir un Presidente. Definir la traición y el soborno es mucho más fácil que acordar que realmente constituye “otros delitos graves y delitos menores.” En esa bolsa cabrían muchas cosas. No debe sorprender, pues, que el debate se centre en definir exactamente esa expresión. Del mismo modo, no existe un estándar de prueba establecido que deba cumplirse.

El proceso del “impeachment” tiene dos etapas. La Cámara de Representantes tiene la responsabilidad de abrir el proceso de investigación y por medio de una mayoría simple decidir si hay suficientes pruebas para un encauzamiento, o, por el contrario, si lo desestima. De encauzar el proceso, el mismo pasaría a un juicio en el senado, presidido por el Juez Presidente de la Corte Suprema. Los senadores hacen el papel de jurado. Los “Administradores legales” de la Cámara de Representantes hacen de fiscales y presentan las evidencias ante los senadores. El presidente puede estar representado por los abogados del poder ejecutivo y por abogados particulares. La mayoría de las dos terceras partes es necesaria para una condena, algo muy difícil de conseguir.

Como hemos visto, el juez presidente de la Corte Suprema preside el juicio en el Senado, lo que llevaría a pensar que él ayudaría a conducir el proceso. Sin embargo, el rol del juez presidente es “presidir”, no dirigir. Su función es dar al juicio la solemnidad necesaria. Las reglas de procedimiento las fijan la mayoría de los senadores en cada caso, y por ende, no necesitan ni la orientación, ni mucho menos la dirección del juez presidente. Como dato curioso ninguno de los presidentes encausados ha sido condenado. Richard Nixon, quien tenía muchas posibilidades de ser condenado, prefirió renunciar antes de ser enjuiciado. Quizás este hecho nos ayude a definir la ambigua expresión “delitos graves y delitos menores”: Una infracción política muy grave que provoqué la condena de una mayoría absoluta de senadores, constituida por miembros de ambos partidos, por poner en peligro la constitución y las instituciones políticas.

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