A veces uno se pone a pensar, simplemente a pensar en aquellos días de Monterrey (aquellos lejanos años de 1960) y las imágenes se agolpan en la memoria. Ahí está, por ejemplo, Campechano haciendo fila para felicitar a la nueva reina del Tecnológico y se puede anticipar con delectación el desenlace. Todos los dominicanos que estudiaron en ese entonces en el Tecnológico conocen al dedillo la historia.

Campechano se esmeraba en hablar bien para diferenciarse de sus paisanos, que se comían las palabras y no pronunciaban las eses. En las grandes ocasiones Campechano pronunciaba las eses, todas las eses, pero por falta de práctica pronunciaba las que llevaban y las que no llevaban las palabras. A veces decía que era estudiante de Esconomía y a veces le ponía eses hasta a las comas. Además usaba términos sofisticados de cuyo significado preciso no siempre estaba al tanto.

Aquella noche, mientras hacía fila para felicitar a la reina y dar inicio al baile, estaba inspirado en un episodio de historia patria: el de la independencia efímera de Nuñez de Cáceres. Aquella palabra, “efímera”, de la cual tenía una idea vaporosa, destilaba un encanto especial, le pareció la más apropiada para halagar a la reina y la halagó.

Dicen que se inclinó reverentemente, tal vez queriendo ocupar mas espacio que el que le correspondía, y con el pecho inflado de orgullo, con la mejor de todas las intenciones, le dijo respetuosamente:

—Señorita, que su reinado sea muy efímero.

La reina se quedaría pasmada, demudada, boquiabierta durante unos segundos, y Campechano saltó a la fama. Se hizo famoso de la noche a la mañana, se consagró definitivamente, se convirtió en un referente histórico del Tecnológico.

Otro de los personajes de aquellos años dorados que con más frecuencia acuden a la memoria, uno de los favoritos, es el llamado Minicuchi o más bien Minicucci. Con él y otro, llamado Gaspar, me inicié, durante el primer verano que pasé en Monterrey en la cacería de gringas. Los veranos de Monterrey eran veranos de gringas. El Tecnológico nunca estaba ocioso. En época de vacaciones muchos estudiantes regresaban a sus casas, los malos estudiantes reponían materias y los buenos se adelantaban, cursaban dos asignaturas, que era el equivalente de medio semestre. Y las gringas venían a estudiar. Venían docenas de gringuitas en flor a estudiar mejicano en Monterrey y las recibían con una fiesta, con un baile a todo dar. No es que fueran más bonitas que las regiomontanas, pero tenían fama de liberales, aunque no lo fueran, y eran sobre todo amistosas.
Entablaban amistad por recomendación de maestros y maestras con el propósito de progresar en el estudio del español, y los estudiantes del Tec nos prestábamos gustosamente, desinteresadamente a contribuir con tan noble propósito. Lo bueno, o quizás lo mejor de las gringas, es que no discriminaban.
Salían con cualquier cutáfaro, con cualquier palurdo o bicho implume con tal de que hablase español. Quizás por eso era fácil emparejarse con ellas, ir al cine, a bailar, a pasear, a conocer la naturaleza. Pero tales actividades extra curriculares no estaban exentas de peligro. Un día, o mejor dicho una noche, nos agarró la policía a Gaspar y a mi y a Minicuchi dando una clase de historia natural a nuestras respectivas gringas en el parque de la Colonia Roma y nos cayó a mordidas.

Recibir una mordida de un policía en nuestros predios no es algo que tiene sentido, pero en México la mordida es equivalente de soborno porque todos tenemos que comer.

La mordida más o menos decentemente establecida en esa época era de cinco pesos, cuando el peso mejicano estaba a doce y medio por dólar, y el dólar a un peso y diez centavos dominicanos. Menos de cincuenta cheles, cincuenta centavos dominicanos de la época. Algo irrisorio ridículo y sin embargo representativo para un policía mejicano que ganaba una miseria más miserable que el sueldo de un policía dominicano de aquel tiempo.

Los policías mejicanos nos detuvieron, pues, y nos cayeron a mordidas en el sentido mejicano de la palabra. Nos acusaron de exposición indecente, de falta al pudor y a la moral pública a pesar de que sólo estábamos ayudando a traducir unas palabras y nos amenazaron con amanecer en chirola, menos a las gringas, porque eran gringas.

Gaspar sacó entonces la cartera y pagó una mordida de cinco pesos mejicanos, que era lo único que tenía y yo hice lo mismo. Minicuchi abrió la suya donde por casualidad tenía diez pesos en billetes de a cinco y un policía les echó mano. Minicuchi le dijo déjame algo y el policía fue tan condescendiente que le dejó la mitad.

Con la misma gringa del parque de la Colonia Roma andaba Minicuchi unos días después entre las aulas del Tec, entre pupitres y sombras a eso de la media tarde, un domingo, divirtiéndose sanamente, hasta que un bedel los sorprendió, los alumbró con el foco. Advirtió de inmediato que una acción semejante podía ser penada con la expulsión, necesariamente con la expulsión. Pidió identificación, matrícula. Minicuchi era un hombretón, un tipo alto, casi interminable, y aún más quizás le debió haber parecido al bedel cuando lo tuvo enfrente. Minicuchi, además, estaba enojado. Le habían interrumpido un posible coito o por lo menos un largo besuqueo y la expresión de su rostro debía de ser impresionante. Para peor, parecía crecer a cada momento en cámara lenta, mientras se erguía pesadamente sobre sus cabales. No terminaba de crecer y crecer… Finalmente le apuntó al bedel con un dedo a la cara y le dijo bruscamente:

—Cómete un mojón.

El bedel se quedó de una pieza. Estaba aterrado y aliviado a la vez al ver a Minicuchi a punto de salir con su gringa al brazo. Pero en el último momento Minicuchi se volvió a mirarlo de nuevo con aire amenazante, le apuntó otra vez con el dedo índice a la cara y le dijo iracundo:

—Cómete dos mojones…

A partir de ese suceso, la palabra Minicuchi se convirtió entre los dominicanos de Monterrey en sinónimo de lo que Minicuchi le había dicho al bedel.

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