Mario Vargas Llosa puede ser a veces vargaslítico y llosario, aparte de mariosaurio o vargasllosaurio, tal vez jurasicosario. Su gran talento literario y su fina inteligencia no le impiden cometer juicios políticos y literarios que se salen como decimos nosotros fuera del cajón. Recientemente le oímos o leímos decir que el coranivirus no existiría si China no fuera una dictadura. También lo escuchamos lamentarse de que una novela mediocre como “La peste”, de Albert Camus, se haya puesto, al parecer, tan inmerecidamente de moda en estos días. La novela se está imprimiendo, reimprimiendo y vendiendo, de hecho, como pan caliente y Vargas Llosa lo atribuye a méritos ajenos a su valor literario. Quizás a un simple equívoco, como dijo Borges respecto a la fama de las obras de Federico García Lorca.

El menosprecio de esta obra de Camus, precisamente esta obra, por parte del famoso troglodita ilustrado, es algo que me duele en los timbales del alma, por no decir otra cosa.

“La peste” es una obra que, por su factura minimalista —típica del estilo de un escritor al que embarraron con el sambenito de existencialista—, no tiene desperdicio. Es un libro tan bien escrito, tan bien narrado, tan bien organizado, con tanta densidad de pensamiento, que sobrecoge a cada momento al lector sensible. Lo arrastra al abismo de la narración y lo hace partícipe de lo que en ella ocurre.

Cuenta, a escala local, un poco lo mismo que nos sucede a todos ahora a escala mundial. Despertamos de repente y comenzó la pesadilla. El mundo que conocíamos se derrumbó bajo nuestros pies y el futuro se enturbió, se puso color de hormiga, se convirtió en incertidumbre. Ahora sólo existimos en presente. En un precario presente.

Como dijo el periodista Guadí Calvo, “fundamentalmente cada uno de nosotros ha pasado del cómodo sillón de espectador a una tensa espera en el patíbulo, en diferentes lugares de mundo”.

Muchos lo habían anticipado con tiempo:

“El planeta tierra ha activado su sistema inmunitario. Quiere desembarazarse del parásito humano”. Sería poética la justicia si un virus transmitido por un animal nos hiciera pagar una mínima parte de la cuota de sufrimiento que hemos infligido en cientos, miles de años a tantas criaturas del aire, acuáticas y terrestres. El virus podría ser igualmente una respuesta al calentamiento global. Pero quizás somos víctima de una bomba maltusiana, un virus de laboratorio contra la población “sobrante, la población inútil”. Una bomba que fácilmente podría salirse de control y crear una situación que desborde todos los recursos y provocar un cataclismo social.

El planeta, desde luego, está de plácemes.

El planeta tierra canta de alegría. La atmósfera reverdece, los pájaros florecen, las aguas se esclarecen, los peces regresan a la laguna de Venecia, “los niveles de dióxido de nitrógeno, un gas tóxico que contamina el aire gravemente”, se reducen notablemente.

Mientras tanto, el pánico y la peste se apoderan de la humanidad, igual que se apoderan, en la novela de Camus, de la ciudad de Orán.

Quizás, en ninguno de los escritos que he leído últimamente sobre el tema, se resume el drama de la peste con tanta intensidad como en el artículo que dejo a continuación en manos de los lectores. El mismo que aconsejaría leer a Vargas Llosa:
100 Años de… Albert Camus. En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio.
Alberto di Franco

7 noviembre, 2013
Les quiero hoy regalar una de las moralejas de “La Peste” de Camus: la imposibilidad de creer en un Dios que hace sufrir a los niños, quienes son, como todos sabemos, seres inocentes, a los que no se puede culpar de pecado alguno.

En un capítulo de “La Peste” hay un momento que para mí es la cima de esta novela. Se describe la muerte del hijo del juez de Orán, víctima de la peste bubónica. Nuestro protagonista, el ateo Doctor Rieux, opina que: “el dolor inflingido a esos inocentes nunca ha dejado de parecerme lo que en verdad es, un escándalo”. Ante el agónico sufrimiento del niño, alguien ruega: “Dios mío, salva a este niño”. Sin embargo, el niño muere horriblemente. Paneloux, el sacerdote, comenta a Rieux: “Pero acaso debamos amar lo que no podemos comprender”. Rieux le responde: “No, padre. Yo tengo otra idea del amor. Y rehusaré hasta la muerte amar esta creación donde los niños son torturados”. Luego el cura le dice noséqué de la salvación del Hombre, a lo que Rieux replica:

“La salvación del hombre es una frase demasiado grande para mí. Y no voy tan lejos, es su salud lo que me interesa, ante todo”
Otro gran momento de nuestro héroe, que nunca se rinde en su lucha contra la peste que asola la ciudad de Orán, es cuando dice:
“ … que si él creyese en un Dios Todopoderoso no se ocuparía de cuidar a los hombres y le dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux (el cura) que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se abandona enteramente, y que en esto por lo menos él, Rieux, creía estar en el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es”.

Está claro que el santo es Rieux, que no pierde nunca la fe, pero la fe en sus semejantes, en la vida, en encontrar un suero que cure la enfermedad y en sí mismo. El mal absoluto es la enfermedad y no un demonio con cuernos. Se combate con medicinas y no con oraciones.

En el otro lado está el padre Paneloux que arremete en sus sermones contra las gentes de Orán, culpándolas de la plaga que está diezmando la ciudad. Sus pecados, su alejamiento de Dios y similares abstractos conceptos, son los responsables del desastre. Lo que sea con tal de que Dios no cargue con el muerto: “Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido”.

El doctor Rieux defiende al Hombre y el jesuita Paneloux defiende a Dios (que sigue sin hablarnos).

El padre Paneloux, tras ver la agonía de aquel niño de Orán, tenía la decencia de suicidarse tras comprobar que su Dios era totalmente ajeno al sufrimiento de un niño: “Hermanos míos, ha llegado el momento de creerlo todo o negarlo todo”. Con su muerte libraba al mundo de una parte de la auténtica plaga de Orán y de muchas partes de nuestro planeta: los sacerdotes y los brujos. Los mismos que todavía hoy, no dejan a la gente morirse en paz.

El título del post no es mío. Es de Albert Camus y es parte de otra genialidad del doctor Rieux en esa obra maestra de la literatura y el pensamiento que es “La peste”.

“yo quiero testimoniar a favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y la violencia que les ha sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

(100 Años de… Albert Camus. En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. – Blogs de Culturamas
http://blogs.culturamas.es/blog/
2013/11/07/100-anos-de-albert-camus-en-el-hombre-hay-mas-cosas-dignas-de-admiracion-que-de-desprecio/).

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