Las pruebas de la muerte son estadísticas, y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal…
JORGE LUIS BORGES

Porque la escritura desatada de estos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica tanto puede escribirse en prosa como en verso.
DON QUIJOTE
(Primera parte, Capítulo XLVII)

La cara extraviada de Cervantes

Los Quijotes y los Sanchos se multiplican en todos los rincones del sueño. Sobre el delirio de un yermo sentenciado por molinos de viento cabalgan perennemente las siluetas (urdidas, aventuradas por Picasso, Chagall, Miró, Dalí, Vela Zanetti…) del huesudo señor de la Mancha y de su escudero rechoncho. El genuino talante de quien premeditara las tribulaciones de aquella desigual pareja, sin embargo, constituye todavía un enigma.

Se ha dicho que Miguel de Cervantes Saavedra es el ‘Hombre de la mano en el pecho’ de El Greco. Los eruditos cervantinos, al contrario, afirman que en vida de don Miguel nadie plasmó su figura sobre un lienzo. Incluso se ha tildado de apócrifo, de inauténtico el retrato de Cervantes que cuelga en la Real Academia Española (atribuido a Juan de Jáuregui).

Las estampas y los grabados de los grandes nombres del Siglo de Oro español son numerosos (los de Góngora, de Lope de Vega, de Quevedo…). Acerca de la efigie de Cervantes, nada cierto sabemos. Todo cuanto pueda uno imaginar ahora de aquella fisonomía lo relata atrevidamente don Miguel (con 64 años) en el prólogo de sus Novelas Ejemplares:

«Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de “La Galatea” y de “Don Quijote de la Mancha”…»

Et illud dixit. Hoc est verum…
El hombre de los mil rostros

¿Quién fue en realidad William Shakespeare? No se conserva su partida de nacimiento, por lo que no se sabe si nació realmente en Stratford-upon-Avon en 1564. Tampoco puede asegurarse que acudiera a la escuela y tuviera conocimientos de gramática latina. ¿Qué hizo durante los ‘años oscuros’, transcurridos entre su boda en 1582 y su aparición en Londres, en 1592, como parte de la compañía de Lord Chamberlain? Todos sus manuscritos se perdieron en un incendio del teatro The Globe. Otros, quizá nunca publicados, estarían ocultos en su tumba en la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford.

Asimismo, las seis rúbricas que de él se guardan son todas de distinta ortografía. Hay diferentes retratos, muchos posteriores a su muerte, y no se sabe cuál de ellos lo describe fielmente. Ciento cincuenta o doscientos años después de su muerte, distintos críticos comienzan a plantearse si el Shakespeare de Stratford es realmente el autor de las obras que se le atribuyen. Sus detractores se basan en la idea de que un hombre procedente de la masa (era hijo de un carnicero) no podía tener una gran cultura, una gran formación clásica, ni un gran vocabulario (en las obras de Shakespeare aparecen más de 21,000 vocablos diferentes; Harold Bloom afirma que en Shakespeare “se han alcanzado muchos de los límites posibles del lenguaje…”).

Nadie asegura, incluso, que Shakespeare haya salido alguna vez de Inglaterra (¿conoció Roma, Verona y Venecia?) ni que supiera tan al dedillo la historia inglesa. Por si fuera poco, tendría que dominar distintas lenguas para acceder a escritores cuya influencia es patente en su obra. Y hay además en ella múltiples referencias al mundo del derecho, la medicina, el protocolo y la cetrería, inaccesibles todas al alcance de un hombre con su origen.

Algunos afirman que la obra de Shakespeare fue escrita por otros literatos. En primer término, se apunta a que el verdadero autor era Christopher Marlowe: graduado de Cambridge, creador teatral de reconocido prestigio en la época, pendenciero y espía de la Corona inglesa, que muere en el 1593 en una reyerta de taberna por asuntos de dinero. Justo el año en que curiosamente Shakespeare comienza a publicar y a ser conocido. Ambos tendrían por entonces la misma edad, pero mientras uno era un desconocido, el otro contaba en su haber con una extensa producción. Los defensores de esta tesis resaltan las numerosas similitudes en la obra de ambos autores (la influencia de Ovidio, el uso del verso blanco, los conocimientos de la historia inglesa, etcétera). Así las cosas, ¿fingió Marlowe su propia muerte y continuó publicando bajo el pseudónimo de William Shakespeare?
Otros apoyan la idea de que Shakespeare era Francis Bacon (1561-1626), un célebre filósofo, político, abogado y escritor inglés, padre del empirismo filosófico y científico. Bacon estaba vinculado a la masonería y era miembro de una sociedad secreta: la orden de la Rosa Cruz. Sus iniciados se llamaban a sí mismos Spear–Shakers (‘los que agitan la lanza, en honor a Atenea’). Esto es, el nombre de Shakespeare invertido. Y al parecer es así como figura en las primeras ediciones de la obra del autor inglés.

Los defensores de esta hipótesis destacan también numerosas alusiones biográficas que coinciden con la existencia de Bacon. Él vivía en St. Albans, población cercana a Londres que se menciona quince veces en la obra de Shakespeare. En ambos autores hormiguean las referencias bíblicas, a las leyes y a los clásicos, empleando ambos las mismas citas.

En 1917, un estudioso austríaco especializado en la obra de Bacon, Alfred von Weber-Ebenhof, publica un libro donde concluye que sir Francis no sólo es el autor de la obra de Shakespeare, sino que también ha escrito el Quijote. Se basa en lo siguiente: ciertas frases concretas del diario de Bacon aparecen tanto en el Quijote como en la obra de Shakespeare. En el juego de máscaras creado por Cervantes, el novelista se confiesa como padrastro del Quijote e insinúa que el verdadero autor es un cronista morisco llamado Cide Hamete Benengeli. Según Ebenhof, esto se traduciría como Cide (Señor o Lord), Hamete (Bacon o jamón), Ben (hijo) y Engeli (Inglaterra), lo cual encaja: “Lord Bacon, hijo de Inglaterra… escribió nuestra historia”.

Concurrencias

Percibo que alguien, en cierto instante y en un espacio de cuyo nombre no espero acordarme, insinuó que Cervantes y Shakespeare eran el mismo personaje. Que las prisiones y las deudas y los combates de Cervantes fueron únicamente patrañas que le permitieron disfrazarse de Shakespeare y escribir su obra de teatro en Inglaterra. En tanto que el comediante Shakespeare, el hombre de los mil rostros, escribía el Quijote en España. Esa discordancia entre fechas reales, unida al suceso imaginario de una muerte simultánea, permitió al espíritu de Cervantes trasladarse a Londres, con tiempo suficiente para volver a morir en el cuerpo de Shakespeare.

He de decir que no rechazo, como tampoco afirmo, el azar de que Shakespeare y Cervantes fuesen el mismo individuo. Para asentarlo con palabras reiteradas en el propio decir de don Alonso de Quijano: “todo podría ser… todo podría ser…”.

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