El miedo ha irrumpido en nuestras vidas. Es cierto que hasta temprano en la mañana de hoy apenas el 0.011% de los 7,500 millones de los que habitamos el planeta ha sido contagiado y que hasta este momento ha fallecido el 0.0005% de la población mundial. Cada día nacen 372,960 personas en el mundo. Desde que se produjo el primer caso del coronavirus el 1ro. de diciembre del 2019 hasta el día de hoy, han nacido 44,755,200 personas. En el mismo período, 37,200 han fallecido por el coronavirus. Estamos todos ahogados de miedo, apesar de que, hasta el día de hoy, el 99.99% de la población mundial no se ha contagiado. La razón es muy sencilla: todos tememos a la muerte, más aún cuando el terrorista nos amenaza 24/7 desde la televisión, la prensa y en las redes sociales.

El miedo colectivo ha sido el mejor aliado que han encontrado los gobiernos del mundo para lograr que la mayoría de la población cumpla con las políticas de distanciamiento social, cuarentena y toque de queda impuestos en casi toda la geografía mundial. Para fomentar el cumplimiento de que todos nos quedemos en casa, los gobiernos han tenido que pedir prestado al futuro, es decir, a las futuras generaciones. Eso, y no otra cosa, es lo que sucede cuando los gobiernos se ven obligados, por perturbaciones imprevistas, a ejecutar políticas fiscales expansivas, representadas en este caso, por transferencias y subsidios a los trabajadores y a los empresarios a cambio de que los primeros se queden en sus casas y los segundos coloquen los candados a sus empresas. Todos los expertos en pandemias virales entienden que hay que aplanar la curva de contagio para que los sistemas de salud no colapsen y puedan manejar los casos delicados. La curva sólo puede aplanarse si la gente deja de socializar y permanece el tiempo que los expertos consideran adecuado para reducir la velocidad del contagio.

No hay que dar muchas vueltas para deducir que, si mantenemos a los trabajadores lejos del trabajo y a los consumidores lejos del consumo, la reducción de la actividad económica es inevitable. Dada la incapacidad de los sistemas sanitarios para lidiar con un tsunami de pacientes que requerirían internamiento y atención, la recesión constituye una medida necesaria de salud pública. Como dice el economista francés y profesor de Berkeley, Pierre-Olivier Gourinchas, “aplastar la curva de infección inevitablemente expande la curva de recesión macroeconómica”.

Es posible, sin embargo, moderar el impacto recesivo con políticas agresivas de impulso fiscal, no representadas en esta ocasión por el aumento de la inversión pública en construcción de viviendas, edificaciones, autopistas, carreteras y puentes, sino por inversiones que amplíen la capacidad del sistema de salud para atender pacientes y transferencias corrientes del Gobierno a los trabajadores que le permitan compensar parcialmente el salario que las políticas de distanciamiento social le han robado, y en algunos casos inyecciones gigantescas de efectivo a cambio de acciones a empresas de sectores colapsados. Los diseñadores de políticas públicas han reconocido que la clave es reducir la acumulación de tejido cicatricial económico, es decir, la cantidad de quiebras personales y corporativas innecesarias, y por eso han transferido dinero a las personas para que puedan seguir gastando, incluso si no están trabajando. Los gobiernos han considerado vital que una vez pase la tormenta y los trabajadores estén en capacidad de regresar a sus labores, la mayoría de las empresas que los enviaron a sus casas, estén en pie y deseosas de recibirlos. La opción de cruzarse de brazos dejaría como legado un enorme cementerio de empresas y un ejército de desempleados sin opciones de trabajo cuando la pandemia haya cedido.

En mayor o menor grado los gobiernos han seguido la carta de ruta recomendada para enfrentar las consecuencias económicas de las pandemias virales que dictamina lo siguiente: (1) es mejor hacer demasiado en lugar de muy poco; (2) conviene utilizar los mecanismos existentes tanto como sea posible, (3) diseñar y ejecutar nuevos programas cuando sea necesario; (4) diversificar las medidas y no temer a la duplicación o ganadores involuntarios en la respuesta; (5) involucrar al sector privado tanto como sea posible; y (6) asegurar que la respuesta sea dinámica y persistente.

Los gobiernos no han titubeado. Han reconocido que su deber es mitigar el daño. La mayoría han sacado la gran artillería fiscal. Dinamarca, encabeza el pelotón con un impulso fiscal equivalente a 13% del PIB; el grueso originado por el subsidio del 75% a la nómina de las empresas. Estados Unidos aprobó un paquete equivalente a 11% del PIB; Japón una serie de acciones que representan 7% del PIB, seguidos por Inglaterra con 5%, Corea del Sur 4.8%, Canadá 4.2%, Australia 4.0%, Hong Kong 4.0%, Alemania 3.8%, España 2.1%, Francia 2.0% e Italia 1.3% del PIB. En América Latina, Chile anunció un empuje fiscal de 4.7% del PIB, seguido por Brasil con 3%, Perú 2.1%, Argentina 1.5% y Colombia 1.3%. Sólo México, entre las grandes economías de la región, no ha anunciado, por el momento, medidas de impulso fiscal.

La región en su conjunto, con excepción de Chile, no cuenta con mucho espacio fiscal para actuar. Los gobiernos, hasta el momento, han tenido el cuidado necesario en el diseño de las respuestas fiscales, a fin de evitar que esta crisis económica producida por las políticas transitorias de distanciamiento social, no den paso a una crisis financiera, una crisis de deuda o una crisis cambiaria. Han tratado de tener el cuidado necesario para evitar que las medidas transitorias de impulso fiscal no desencadenen en el futuro cercano graves crisis macroeconómicas.

Las políticas de impulso fiscal moderarán la caída, pero no la impedirán. Goldman Sachs estima que la caída del PIB inducida por las políticas de distanciamiento social para hacer frente al coronavirus será de 4.4% en Argentina, 5.6% en Brasil, 4.0% en Chile, 5.9% en Colombia, 5.4% en Ecuador, 5.3% en México y 5.8% en Perú. El mismo patrón de proyecciones se verifica en las economías desarrolladas. Es eso lo que ha llevado a muchos líderes en las naciones desarrolladas a plantear que las políticas de distanciamiento social tienen un límite temporal más allá del cual pueden desencadenar la destrucción o la muerte de la economía.

Trump inicialmente planteó que mantendría las políticas de distanciamiento social hasta el domingo 12 de abril. Días después, planteó que se extenderían hasta finales de abril. Aunque no lo han expresado, muchos líderes de otras naciones están conscientes de que el mantenimiento indefinido de las políticas de distanciamiento social, más allá de los 2 o 3 meses necesarios para aplanar la curva de contagio al nivel que requiera la capacidad del sistema sanitario, terminaría matando la economía. Paul Romer, Premio Nobel de Economía del 2018 y el médico-economista Alan Garber, en un artículo en el NYTimes publicado el pasado 23 de marzo, plantearon que mantener las políticas de distanciamiento social por 12 o 18 meses, dejaría a la mayoría vivo. La economía, sin embargo, estaría muerta.

Es por eso que debemos ir pensando en las estrategias que vamos a seguir en República Dominicana, el día después de haber concluido el distanciamiento social. El modelo seguido en Suecia, por ejemplo, ha promovido el aislamiento de las personas de mayor riesgo frente al coronavirus, específicamente, la población de 70 o más años, requiriendo a la población de menos edad evitar el contacto con ese segmento poblacional. En un país como República Dominicana, donde la interacción de los jóvenes con la población de más de 70 años es más intensa que lo que uno percibe en países como Alemania y Suecia, la estrategia de aislamiento de los mayores de 70 años impondría retos considerables que deberíamos abordar con seriedad y rigurosidad. Tenemos casi medio millón de personas (486,427) con 70 años o más en el país. Imitemos a los chinos y construyamos rápidamente una base de datos para saber dónde viven, conocer su historial de salud y determinar si sus viviendas pueden servir o no para el aislamiento supervisado, una vez los demás segmentos poblacionales sean autorizados a regresar gradualmente al trabajo, preferiblemente con mascarillas y guantes de protección. No tenemos mucho tiempo para hacerlo. Nuestra economía no resistiría permanecer congelada más allá de finales de mayo. A no ser que el FMI nos preste US$2,000 o US$3,000 millones para aguantar un poco más.

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