Cuando la expedición de Magallanes llegó al estrecho que hoy lleva su nombre, la tripulación comenzó a desesperarse. Se encontraban en uno de los lugares más inhóspitos del mundo, un lugar frío, escabroso, tormentoso, buscando un pasaje desde el Atlántico al Pacífico por un conjunto de islotes que formaban una especie de laberinto que desorientaba a los marineros.
“Toda la tripulación —cuenta Pigafetta— estaba tan persuadida que este estrecho no tenía salida al oeste, que no se habría aun pensado en buscarla sin los grandes conocimientos del comandante en jefe. Este hombre, tan hábil como valeroso, sabía que era necesario pasar por un estrecho muy oculto, pero que él había visto figurado en un mapa que el rey de Portugal conservaba en su tesorería, construido por Martín de Bohemia, muy excelente cosmógrafo”.

Sólo la firme determinación de Magallanes permitiría superar los obstáculos que se interponían a cada momento. Con anterioridad, además de las adversidades naturales, Magallanes había tenido que enfrentar un motín. Los capitanes de las otras cuatro naves se confabularon: habían decidido abortar la expedición y emprender el camino de regreso, pero para eso tenían que eliminar a Magallanes, el Comandante en jefe de la flotilla.

“Estos traidores —explica Pigafetta— eran Juan de Cartagena, veedor de la escuadra; Luis de Mendoza, tesorero; Antonio Coca, contador, y Gaspar de Quesada. El complot fue descubierto: se descuartizó al primero y el segundo fue apuñalado. Se perdonó a Gaspar de Quesada, quien algunos días después meditó una nueva traición. Entonces el comandante, que no osaba quitarle la vida porque había sido creado capitán por el Emperador en persona, lo arrojó de la escuadra y lo abandonó en la tierra de los patagones con cierto sacerdote su cómplice”.

Más adelante ocurrió otra desgracia:

“La nave Santiago, que se había enviado a reconocer la costa, naufragó entre las rocas, aunque la tripulación se salvó por milagro”.

Luego, cuando exploraban el estrecho, perdieron otra nave, pero de una manera diferente:

“Cuando hubimos entrado en la tercera bahía de que acabo de hablar, vimos dos desembocaduras o canales, uno al sudeste y el otro al sudoeste. El capitán general envió las dos naves, la San Antonio y la Concepción, al sudeste, para reconocer si este canal desembocaba en un mar abierto. La primera partió inmediatamente e hizo fuerza de velas, sin querer aguardar a la segunda, que quería dejar atrás, porque el piloto pensaba aprovecharse de la oscuridad de la noche para desandar el camino y regresarse a España por la misma derrota que acabábamos de hacer. Ese piloto era Esteban Gómez, que odiaba a Magallanes (…) Durante la noche se concertó con los otros españoles de la tripulación y aprisionaron y aun hirieron al capitán de la nave, Álvaro de Mezquita, primo del capitán general, y le condujeron así a España. Esperaban haber llevado también a uno de los dos gigantes que habíamos cogido y que se encontraba a bordo de su nave, habiendo sabido a nuestro regreso que había muerto al aproximarse a la línea equinoccial, cuyo gran calor no habían podido soportar”.

En el camino de regreso, los desertores de la Nave San Antonio, al mando de Esteban Gómez, rescataron al abandonado Gaspar de Quesada y al sacerdote cómplice, que nunca se cansarían probablemente de bendecir su suerte.

La nave regresaría a España un año antes que los diez y ocho sobrevivientes de la expedición de Magallanes y los desertores propalaron la noticia de que todos los demás habían muerto.
La pérdida de la San Antonio había sido un duro golpe porque era la nave mejor equipada y mejor aprovisionada de todas. Pero Magallanes encontraría el paso, el peligroso canal que une al Atlántico con el Pacífico, entre lo que llamó Patagonia y Tierra del fuego.

Así lo cuenta Pigafetta:

“Habíamos entrado con las dos naves restantes en el otro canal que quedaba hacia el sudoeste; y continuando nuestra navegación, llegamos a un río que llamamos de las Sardinas, a causa de la inmensa cantidad de este pescado que allí vimos. En ese lugar fondeamos para esperar a las otras dos naves, y estuvimos cuatro días; aunque durante este tiempo se despachó una chalupa bien equipada para ir a reconocer el término de este canal, que debía desembocar en otro mar. Los tripulantes de esta embarcación regresaron al tercer día, anunciándonos que habían visto el cabo en que concluía el Estrecho, y un gran mar, esto es, el Océano. Todos lloramos de alegría. Este cabo se llamó el Deseado, porque, en efecto, desde largo tiempo ansiábamos por verlo.

“En el momento en que desembocábamos en el océano, presenciamos una caza curiosa que algunos pescados hacían a otros. Los hay de tres especies, esto es, dorados, albacoras y bonitos, que persiguen a los llamados peces voladores. Estos, cuando son perseguidos, salen del agua, despliegan sus nadaderas, que son bastante largas para servirles de alas, volando hasta la distancia de un tiro de ballesta: en seguida vuelven a caer al agua. Durante este tiempo, sus enemigos, guiados por su sombra, les siguen y en el momento en que vuelven a entrar en el agua, los cogen y se los comen. Estos peces voladores tienen más de un pie de largo y son un excelente alimento”.

El inmenso mar Pacífico, que de pacífico, no tiene nada, estaba a la vista y los marineros saltaban de gozo. Lo peor parecía haber pasado y las islas de las especias, las islas Molucas, que eran el objeto del viaje, no podían estar lejos. Pero nada de lo peor había pasado. Durante tres meses y veinte días navegarían “sin probar un alimento fresco”, el escorbuto haría su fatídica aparición y nada en aquel inmenso mar aparentaba tener fin.

“Durante este lapso de tres meses y veinte días, recorrimos más o menos cuatro mil leguas en este mar, que llamamos Pacífico porque durante todo el curso de nuestra travesía no experimentamos tormenta alguna. Tampoco descubrimos durante este tiempo ninguna tierra, a excepción de dos islas desiertas, en las cuales no hallamos más que pájaros y árboles, y por esta razón las designamos con el nombre de islas Infortunadas. No encontramos fondo a lo largo de sus costas y sólo vimos algunos tiburones. Están a doscientas leguas la una de la otra, la primera por el grado quince de latitud meridional, y la segunda por el 9°. Según la estela de nuestra nave, que medíamos por medio de la cadena de popa, recorríamos cada día de sesenta a setenta leguas; y si Dios y su Santa Madre no nos hubiesen favorecido con una navegación feliz, habríamos todos perecido de hambre en un mar tan dilatado. No pienso que nadie en el porvenir ha de querer emprender semejante viaje”.

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