Después de varios meses de azarosa travesía, sin probar alimentos frescos y sin tocar tierra, con la tripulación diezmada por el hambre y el escorbuto, las tres naves restantes de la expedición de Magallanes llegaron providencialmente a la isla de Guam, una de las quince paradisíacas islas asentadas sobre montañas volcánicas que forman el archipiélago de las Marianas. Con sus habitantes, los honrados expedicionarios al mando de Magallanes se mostraron a disgusto. Tenían malas costumbres, se apropiaban de lo ajeno con una habilidad insospechada y Magallanes y sus hombres no agradecían de ninguna manera la competencia. Despectivamente bautizaron el territorio como las “islas de los Ladrones”, a pesar de que sólo en una les habían robado.

Este hecho lo cuenta Pigafetta con su habitual lujo de detalles, y al parecer no considera que fue más grave lo que hicieron los europeos que lo que hicieron los nativos:

“Cuando hubimos corrido setenta leguas en esta dirección, hallándonos por el grado doce de latitud septentrional y por el ciento cuarenta y seis de longitud, el 6 de marzo de 1521, que era miércoles, descubrimos hacia el noroeste una pequeña isla, y en seguida dos más al sudoeste. La primera era más elevada y más grande que las dos últimas. Quiso el comandante en jefe detenerse en la más grande para tomar refrescos y provisiones; pero esto no nos fue posible porque los isleños venían a bordo y se robaban ya una cosa ya otra, sin que nos fuese posible evitarlo. Pretendían obligarnos a bajar las velas y a que nos fuésemos a tierra, habiendo tenido aún la habilidad de llevarse el esquife que estaba amarrado a popa, por lo cual el capitán, irritado, bajó a tierra con cuarenta hombres armados, quemó cuarenta o cincuenta casas y muchas de sus embarcaciones y les mató siete hombres. De esta manera recobró el esquife, pero no juzgó oportuno detenerse en esta isla después de todos estos actos de hostilidad. Continuamos, pues, nuestra ruta en la misma dirección”.

La breve estadía en la “hostil” isla no dejó, sin embargo, de ser provechosa. De los nativos difuntos los marinos enfermos obtuvieron lo que consideraban una cura para el escorbuto:
“Al tiempo de bajar a tierra para castigar a los isleños, nuestros enfermos nos pidieron que si alguno de los habitantes era muerto, les llevásemos los intestinos, porque estaban persuadidos que comiéndoselos habían de sanar en poco tiempo”.

Lamentablemente, Pigafetta no vuelve a tocar el tema y el lector curioso se queda intrigado. Nunca sabremos si el canibalismo coprológico que pusieron en práctica los marinos enfermos (la ingestión de intestinos con todo lo que tienen generalmente adentro) arrojó algún resultado positivo.

Con el mismo objetivo distanciamiento, narra Pigafetta otros detalles no menos escabrosos y tristes, por no decir indignantes. Sin embargo, el enfrentamiento entre los habitantes de las islas de los ladrones y la tripulación de los barcos de los asesinos, dejó un saldo de viudas y huérfanos que Pigafetta de alguna manera parece lamentar describiendo la rabia y el dolor de las “mujeres que lloraban y se arrancaban los cabellos”.

“Cuando los nuestros herían a los isleños con flechas de modo que los pasaban de parte a parte, estos desgraciados trataban de sacárselas del cuerpo, ya por un extremo ya por el otro; las miraban en seguida con sorpresa, muriendo a menudo de la herida: lo que no dejaba de darnos lástima. Sin embargo, cuando nos vieron partir, nos siguieron con más de cien canoas, y nos mostraban pescado, como si quisieran vendérnoslo; mas, cuando se hallaban cerca de nosotros, nos lanzaban piedras y en seguida huían. Pasamos por medio de ellos a velas desplegadas, aunque supieron evitar con habilidad el choque de las naves. Vimos también en sus canoas mujeres que lloraban y se arrancaban los cabellos, probablemente porque habíamos muerto a sus maridos”.

Algo que resulta gracioso es el descubrimiento y la descripción del coco, una fruta tropical que todos conocemos o creemos conocer hasta leer lo que escribe Pigafetta. Confieso sinceramente que no tenía idea de las tantas cosas que se pueden hacer del coco y de la mata de coco, si acaso es cierto todo lo que dice el cronista:
“Los cocos son el fruto de una especie de palma, de que sacan su pan, su vino, su aceite y su vinagre. Para procurarse el vino, hacen en la cúspide de la palma una incisión que penetra hasta la médula, por donde sale gota a gota un licor que se asemeja al mosto blanco, pero que es un tanto agrio. Recogen este licor en los tubos de una caña del grueso de una pierna, que se ata en el árbol y que se tiene cuidado de vaciar dos veces al día, mañana y tarde.

“El fruto de esta palmera es del tamaño de la cabeza de un hombre y aun algunas veces más grande; su corteza primera, que es verde, tiene dos dedos de espesor y está compuesta de filamentos de que se sirven para hacer las cuerdas que usan para sus embarcaciones. Encuéntrase, en seguida, una segunda corteza más dura y más consistente que la de la nuez, de la cual, quemándola, sacan un cierto polvo que utilizan. Hay en el interior una médula blanca, del espesor de un dedo, que se come a guisa de pan, con la carne y el pescado. En el centro de la nuez y en medio de esta médula existe un licor transparente, dulce y fortificante, y si después de haber vaciado este licor en un vaso, se le deja reposar, toma la consistencia de una manzana. Para procurarse el aceite se toma la nuez, dejando fermentar la médula con el licor, y haciéndolo hervir en seguida resulta un aceite espeso como mantequilla”.

Algunas otras cosas que Pigafetta describe resultan sin duda exageradas o poco verosímiles. Dice, por ejemplo, que en la isla de Massana hay murciélagos del tamaño de águilas cuya carne sabe a pollo, y tórtolas y palomas tan grandes como gallinas. En otros lugares aparece gente que se come vivas las ratas. A veces la narración nos sitúa, por decirlo así, en un escenario surrealista o surrealista mágico del cual no queremos o no podemos escapar:
“La isla de Massana se halla hacia el 9° 40’ de latitud norte y a 162° de longitud occidental de la línea de demarcación: dista veinticinco leguas de la isla de Humunu.

De ahí partimos dirigiéndonos al sudeste, pasando en medio de cinco islas llamadas Ceilán, Bohol, Canigán, Baybay y Gatigán, en la última de las cuales vimos murciélagos tan grandes como águilas: uno que matamos lo comimos, habiéndole encontrado sabor de gallina. Existen también palomas, tórtolas, loros y otros pájaros negros, tan grandes como una gallina, que ponen huevos del tamaño de los de patos y que son excelentes para comer. Se nos aseguró que la hembra pone sus huevos en la arena y que el calor del sol bastaba para incubarlos”.

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