Stefan Zweig describe con justa indignación, casi con rabia, la ingrata recompensa que recibieron los seguidores de Magallanes por parte de los tribunales del Rey de España y la manera en que favorecieron a aquellos que lo habían traicionado y difamado.
Dos de los más beneficiados fueron Sebastián Elcano y Esteváo Gomes. Elcano había tomado parte en el complot del Puerto de San Julián urdido por los capitanes de las naves para eliminar a Magallanes y emprender el regreso a España, y había sido indultado, junto a otros de los amotinados. Esteváo Gomes había depuesto y aprisionado a Álvaro de Mesquita, capitán de La nave San Antonio y primo de Magallanes, y había desertado en el momento en que se había descubierto el estrecho que lleva el nombre de Magallanes, dejando a la flota sin su más grande y mejor aprovisionada embarcación. A su regreso a España, ante una comisión investigadora, en los tribunales se enfrentan los desertores con Mesquita y todos van a parar a la cárcel:
“No de todo lo que decían los sublevados —dice Stefan Zweig— hizo caso el tribunal del Rey, y con una imparcialidad digna de ser notada declaró sospechosas a ambas partes. Tanto los capitanes sublevados como el fiel Mesquita fueron encarcelados, a la vez que se prohibía salir de la ciudad a la señora de Magallanes, que aún no sabía que fuera viuda. La decisión del tribunal del Rey fue esperar hasta que los otros barcos y el almirante volvieran, como testimonio; pero habiendo transcurrido un año entero, y casi un segundo año sin que tuvieran noticias de Magallanes, los sublevados recobraban los ánimos. Pero las salvas de salutación que anuncian la vuelta de uno de los barcos de Magallanes retumban lúgubremente en sus conciencias. ¡Están perdidos! A Magallanes le ha salido bien la empresa, y su venganza será terrible contra aquellos que, deshonrando el juramento y delinquiendo contra las leyes del mar, le abandonaron cobardemente y, sublevándose contra su capitán lo aherrojaron”.

Pero Magallanes ya no estaba y no estaría. Ni siquiera sus restos mortales habían sido recuperados y el lugar en que fue enterrado, si acaso fue enterrado, permanece ignorado. Los traidores recibieron con júbilo esta noticia y también tuvieron motivo de contento por el hecho de que al mando del navío que había vuelto estaba —según explica Stefan Zweig— uno de los suyos:
“¡Cómo se sienten aliviados al enterarse de que Magallanes murió! El principal acusador enmudece. Y su confianza aumenta cuando les dicen que es Elcano quien ha conducido el Victoria.
¡Elcano es su cómplice, uno de los conjurados de aquella noche en Puerto de San Julián! No se atreverá a presentarse como acusador en un delito en que él tiene parte. No se presentará a ser testigo contra ellos, sino a su favor. Bendita sea la muerte de Magallanes y el testimonio de Elcano. Los acontecimientos les dan la razón. Si, por una parte; Mesquita es sacado de la prisión, ellos salen también libres, gracias a la ayuda de Elcano, y su rebelión queda olvidada en medio de la general alegría; siempre tienen razón los vivos contra los muertos”.

El emperador de España recibe la noticia del regreso de la nao Victoria con mayor entusiasmo y “envía “a Elcano la orden de comparecer sin tardanza en la corte con dos de sus hombres, ‘los más cuerdos y de mejor razón’, y que le lleven todos los escritos referentes al viaje”.

Lo que ahora lamenta Stefan Zweig con manifiesta irritación, concierne a estos escritos: “todos los escritos referentes al viaje”. No hay peor tragedia que el ocultamiento o la destrucción de estos documentos. Del minucioso diario de Pigafetta sólo se conserva al parecer un “breve extracto o summario”. Para peor, “desaparece misteriosamente, después de la muerte de Magallanes, hasta la última línea de su puño. Todo lo suyo ha sido borrado con sica de gato. A un desertor y a un amotinado se le conceden todos los honores. Esteváo Gomes recibe un título de nobleza por el mérito “de haber hallado el paso como guía y primer piloto’”. A Sebastian Elcano le es asignada una pensión vitalicia de quinientos florines de oro y su gloria es todavía equiparada a la de Magallanes. “Toda la fama —dice Stefan Zweig con amargura—, todo el mérito de Magallanes recaen en aquellos que más encarnizadamente intentaron impedir, durante la expedición, la que fue empresa de su vida”.

Capítulo 13
Los muertos no tienen razón (continuación)

Stefan Zweig

Los dos hombres que Sebastián Elcano lleva a Valladolid no podían ser otros, por lo probados, que Pigafetta y el piloto Albo; no tan clara aparece la conducta de Elcano en lo tocante al otro deseo del Emperador, que le entregue todos los papeles de la flota. La conducta de Elcano es ambigua, puesto que no entrega ni una sola línea escrita por Magallanes. El único documento de éste redactado durante la travesía debe su conservación a la circunstancia de haber caído, con el Trinidad, en poder de los portugueses. Queda casi fuera de duda que Magallanes, un hombre tan exacto y fanático de su deber, consciente de la importancia de su misión, llevaba un dietario que sólo una mano envidiosa pudo destruir secretamente, de creer que a todos aquellos que durante el viaje se habían levantado contra el caudillo, les pareció harto peligroso que el Emperador pudiera tener noticias imparciales de aquellos sucesos; así, desaparece misteriosamente, después de la muerte de Magallanes, hasta la última línea de su puño, y se pierde también, cosa no menos singular, aquel gran diario del viaje, obra de Pigafetta, y cuyo original ofreció al Emperador en esta circunstancia. (…) Porque este diario oficial no puede identificarse de ningún modo con la narración de viaje posterior que conocemos, y es a todas luces un simple extracto de aquél; buena prueba de ello la da el informe del embajador de Mantua, que hace mención, en 21 de octubre, de un libro en el cual Pigafetta escribió diariamente, “libro molto bello che de giorno in giorno li a scritto el viaggio e pase che anno ricercato”. Tres semanas más tarde, el mismo embajador habla de un “breve extracto o summario del libro che anno portato quelli de le Indie”; o sea lo que hoy conocemos como el informe de Pigafetta, al cual pueden unirse, como insuficiente complemento, las anotaciones de los varios pilotos y la carta de Pedro Mártir y de Maximiliano Transilvanus. Por qué razones este diario de Pigafetta desapareció sin que quedara la menor huella, sólo podemos sospecharlo; dolosamente, con el tiempo hubo empeño en oscurecer lo que hacía referencia a la oposición de los oficiales españoles contra el portugués Magallanes, para hacer triunfar más rotundamente a Elcano, el hidalgo vasco. También esta vez, como ocurre a menudo en la Historia, la honrilla nacional pasa delante de la justicia.

Ya el fiel Pigafetta parecía desconcertarse al ver que Magallanes era relevado sistemáticamente a último término. Recelaba que allí no se pesaban los méritos equitativamente. Verdad es que en todo tiempo el mundo ha recompensado al finalista, al afortunado que acaba un hecho, dejando en el olvido a todos aquellos que lo han amasado y llevado a la posibilidad con su espíritu y su sangre. Pero esta vez la repartición lleva lo injusto hasta un grado lamentable. Quien cosecha toda la gloria y los honores y dignidades es precisamente aquel que, en el momento decisivo, quiso poner obstáculos a la realización y se levantó contra Magallanes: Sebastián Elcano. Queda solemnemente expiado su antiguo delito: la venta de un barco a un extranjero, o sea lo que, en cierto modo, le impulsó a refugiarse en la flota de Magallanes, y le es asignada una pensión vitalicia de quinientos florines de oro. El Rey lo eleva a la categoría de hidalgo y le otorga un escudo que señala simbólicamente a Elcano como ejecutor del hecho inmortal. Llenan el campo dos ramas de canela cruzadas, junto con nueces moscadas y clavos de especia, realzado con un casco y la esfera terrestre circundada por la arrogante inscripción: Primus circumdedisti me (fuiste el primero en rodearme). Y la injusticia sube de punto con la recompensa a aquel Esteváo Gomes que había desertado en el estrecho de Magallanes, y que ante el tribunal de Sevilla afirmó que no se había hallado el paso y sí únicamente una bahía abierta. Esteváo Gomes precisamente, que con tal descaro negaba el descubrimiento de Magallanes, recibe un título de nobleza por el mérito “de haber hallado el paso como guía y primer piloto”. Toda la fama, todo el mérito de Magallanes recaen en aquellos que más encarnizadamente intentaron impedir, durante la expedición, la que fue empresa de su vida. (Stefan Zweig, “Magallanes, La aventura más audaz de la humanidad”), https://www.biblioteca.org.ar/libros/131355.pdf). l

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