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Alrededor del mediodía del jueves 23 de enero de 1958, el embajador dominicano en Venezuela, doctor Rafael F. Bonnelly, recibió en su despacho a un extraño visitante que le hizo entrega de un breve manuscrito. El texto, escrito por una mano temblorosa, decía: Estimado embajador: El portador de la presente le explicará mi situación y le dirá mis ruegos. Un gran abrazo, Juan Perón”.

Fuera de la quinta Niní, sede de la embajada, Caracas era todo un hervidero humano. Tropas del ejército y la policía trataban de contener a las multitudes enardecidas que celebraban la caída del dictador, general Marcos Pérez Jiménez, quien había huido en la madrugada hacia la República Dominicana, tras los pronunciamientos militares exigiendo su salida del poder. Las escenas de celebración y violencia se repetían con igual intensidad en todo el territorio venezolano.

Los festejos del año nuevo habían quedado empañados por el primer intento de sublevación contra Pérez Jiménez desde su ascenso al poder el 2 de diciembre de 1952 tras la caída de Germán Suárez Flamerich y su designación, cuatro meses después, como presidente constitucional para el periodo 1953-1958 por la Asamblea Nacional Constituyente. El 1 de enero oficiales de las guarniciones de Caracas y de Maracay, con el apoyo de un sector de la Fuerza Aérea, se habían alzado contra el gobierno. Aunque el golpe fracasó y los amotinados fueron encarcelados, la intentona reveló el creciente descontento en la población y el hastío militar contra el régimen, provocados por el incremento de la represión contra la oposición y el control oficial de los medios. En el transcurso de los días siguientes, nuevos y controlados brotes insurreccionales pusieron de relieve la debilidad del régimen. Los días del perezjimenismo estaban contados.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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