Las cifras más recientes sobre el número de personas contagiada con COVID-19 son verdaderamente desalentadoras. La reapertura gradual de las actividades productivas y una actitud displicente de un muy elevado número de personas frente a los riesgos de la epidemia se han combinado para más que duplicar el número de personas infectadas por día.
A pesar de eso y del retraso en el proceso de reapertura, lo más probable es que las medidas de distanciamiento social continuarán levantándose. Además de la imposibilidad política concreta de prolongar las restricciones, el costo económico y social de mantenerlas es inmenso, inaguantable para cualquier economía, en especial para la de la gente que sobrevive día a día, con muy poco capital, reducidas capacidades productivas e ingresos bajos. A eso hay que sumar que, precisamente por lo anterior, es dudoso que el Estado tenga la capacidad efectiva de sostener el distanciamiento.

El resultado será que la reapertura económica se acelerará y con ella, los contagios. Sólo una situación sanitaria extremadamente grave, que asome a una crisis humanitaria, podría obligar a retroceder en ese camino.

Sin embargo, reapertura no es sinónimo de recuperación. La reapertura permite a las empresas y a las iniciativas económicas volver a operar, pero eso no significa que todas lo podrán hacer. Muchas habrán desaparecido y para las sobrevivientes, el nivel de demanda que están teniendo y que van a tener será tan bajo que el nivel de producción será muchísimo menor al que tenían antes de la crisis sanitaria.

Recuperar la economía y evitar la calamidad sanitaria
Por lo anterior, la gran tarea económica en un contexto de reapertura es recuperar la producción para evitar la catástrofe social, evitando, simultáneamente, una calamidad sanitaria. Esto tiene que suponer dos cosas. Primero, un esfuerzo inmenso por incrementar la demanda agregada para estimular la producción y la inversión. Esa demanda no puede venir de otro lado que no sea del gobierno. No va a venir del sector privado, grande o pequeño, porque éste es quien está postrado o destruido por un colapso de las ventas y de la producción. Tampoco va a venir del resto del mundo porque también allá están en ascuas, lo que significa que el turismo, las exportaciones y las remesas tardarán en recuperarse. Menos de los consumidores cuyos ingresos se han desplomado. Siendo así, es al gobierno a quien le corresponde incrementar drásticamente su gasto para reanimar la demanda y la producción. Para ello, tiene que buscar muchos recursos para financiar ese incremento, muchos más que los consignados en el presupuesto complementario.

Segundo, un gran reforzamiento del sistema de salud y de las prácticas de prevención del contagio. De esto último es de lo que se trata la nueva normalidad: de empezar a hacer las cosas cotidianas, en el trabajo, en el hogar, en los lugares públicos, en la socialización, de una manera que reduzca el riesgo de propagación del SARS-COV-2. Es harto conocido que eso implica al menos el uso de mascarillas y otros instrumentos de protección, higiene continua y la guarda de espacio físico entre las personas. Se están elaborando normas y protocolos de operación para cada sector de actividad. Reducir los riesgos de contagio implicará asumir de forma voluntaria y proactiva esos procedimientos.

A pesar de eso, y como ha sido evidente en las últimas semanas, con el incremento de las interacciones directas entre las personas vendrá un aumento aún mayor de los contagios. Por ello, habrá que fortalecer todavía más la capacidad de atención del sistema de salud. Las estadísticas que han circulado en los medios de comunicación y las redes sociales apuntan a que, si bien en términos agregados el sistema de salud mantiene una saludable capacidad ociosa, esa capacidad se ha reducido y en algunos lugares parece estrecha. Esto implica un seguimiento cercano a la capacidad utilizada (p.e. camas en unidades de aislamiento y de cuidados intensivos, respiradores) y su distribución y un incremento continuo y suficiente que garantice que no habrá desbordamiento.

Evitar el incremento del hambre y la inseguridad alimentaria
Mientras menos decidido y efectivo sea el esfuerzo de recuperación, mayor será el costo de social de la crisis sanitaria derivada del COVID-19 y del distanciamiento social. La evidencia empírica que existe dice que, en la República Dominicana, la incidencia de la pobreza depende mucho del ciclo económico. Eso quiere decir que la pobreza tiende a disminuir cuando el crecimiento es alto y tiende a aumentar cuando hay caída del nivel de actividad y del empleo. Es por ello por lo que, una caída tan intensa de la actividad como la esperada promete un fuerte incremento en el porcentaje de población desocupada y que percibe ingresos inferiores a los de la línea de pobreza.

Una de las dimensiones más delicadas y preocupantes del incremento de la pobreza es que pueda llevar a un serio deterioro de la situación alimentaria. Antes de la crisis y después de progresos sostenidos en esta materia a lo largo de 25 años, estimaciones de la FAO indicaban que en la República Dominicana había un millón de personas, esto es, 10% de la población, que estaban subalimentadas. Eso significa que ingerían un número de kilocalorías inferior al nivel recomendado. Además, datos oficiales reconocen que algo más de un 75% de la población está en inseguridad alimentaria. Esto significa que, en los últimos tres meses, por falta de dinero y otros recursos en los hogares de esas personas había faltado alimentos.

Igualmente, los últimos números disponibles indican que entre 5% y 7% de los niños y las niñas de 5 años y menos sufren de desnutrición crónica por falta de una alimentación adecuada. Eso significa que su talla es inferior a la esperada. También que unas 800 mil mujeres en edad fértil sufren de anemia.

Es muy probable que esta crisis agrave la situación alimentaria por varias razones.

La primera y más obvia es que la capacidad de comprar alimentos de una parte significativa de la población se está reduciendo porque sus medios de vida han sido afectados, algunos gravemente. El resultado ha sido que sus ingresos laborales han declinado o desaparecido. Hasta mayo, el sector privado formal había perdido más de 530 mil empleados y es probable que una cifra similar se haya registrado en el sector informal.

Los ingresos no laborales de muchos como los provenientes de las remesas también se han reducido y los de los programas de protección social parece que también lo harán. Los montos medios mensuales de remesas se ubicaban apenas aun poco por debajo de los 600 millones de dólares, pero en abril cayeron hasta menos de 400 millones y aunque en mayo saltaron hasta casi 640 millones, es poco probable que se sostengan en esos niveles. Además, a partir de junio, las transferencias monetarias del gobierno por los programas de compensación (Quédate en Casa, FASE y los programas de alimentos), que han apoyado que los hogares afectados tengan acceso a alimentos durante la cuarentena, no tendrán más apoyo presupuestario. Eso significa que la única compensación que tenían estos hogares desaparecerá.

La segunda es que la producción de alimentos y los medios de vida rurales también se verán afectados. Por un lado, al disminuir la capacidad de comprar alimentos, los ingresos de quienes los producen, que son los más bajos de toda la economía, se resentirán. Por otro lado, la drástica caída en el turismo y en los restaurantes es otro duro golpe a quienes tienen en la agricultura su medio de vida. El 7% de la producción total de la agricultura y la pecuaria es comprado por hoteles, restaurantes y negocios similares. La consecuencia de ello está siendo no solo menores ingresos para los hogares rurales que viven de la agropecuaria sino también deterioro de la capacidad de producir alimentos.
Por último, la severa restricción de divisas que resulta de la caída en el turismo, las exportaciones y las remesas reducirá la capacidad de importar alimentos críticos como harina, grasas comestibles y maíz. La aceleración de la devaluación del peso es evidencia de ello.

Por lo anterior, la tarea de la política pública no puede limitarse a recuperar la economía en términos amplios. También tiene que enfocarse en proteger y contribuir a recuperar la capacidad de compra de grupos específicos de población, poniendo énfasis en los más afectados, y en sostener la capacidad de producir alimentos.

Para ello, hay que hacer al menos tres cosas. Primero, identificar a la población que, por las características de sus medios de vida y el nivel de afectación que ha tenido en ellos la paralización, y por los ingresos que perciben, están siendo la más afectada.

Segundo, dirigir la atención prioritaria de la protección social hacia esa población, protegiendo los programas compensatorios que les benefician. Es inaceptable que esos programas simplemente desaparezcan en junio. Frente a la estrechez de recursos fiscales, la alternativa más clara es priorizar a quienes están en mayor riesgo de sufrir hambre.

Tercero, hay que usar el músculo de las compras públicas para adquirir alimentos que sirvan para avituallar los programas de alimentos del gobierno. Además de contribuir a sostener la distribución, por ejemplo, a través de las escuelas, ayudan a compensar las pérdidas de los productores, en especial de los más pequeños y pobres, evitando su desaparición y la reducción de la capacidad de producir alimentos a largo plazo.

Proteger la salud de las personas va de la mano con proteger su capacidad de adquirir alimentos. Eso se hizo durante el encierro. Es igual de prioritario durante la recuperación.

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