Los libros de la Colección Cultural Codetel son lumbreras a través de las cuales hemos podido escrutar nuestra vida remota. La ciudad de Santo Domingo; el pensamiento económico, político y literario en el siglo XX; el desarrollo de la telefonía; la historia de la artes plásticas desde los días de la independencia; el merengue, el bolero, el béisbol y la gastronomía dominicana fueron los temas cubiertos en esta compilación, dirigida por el notable intelectual José Rafael Lantigua.

En diciembre de 2005 circuló el volumen VIII, denominado “El bolero: Visiones y perfiles de una pasión dominicana”. Luego, en abril de 2009, fue lanzada una segunda edición de la obra, en el marco de las actividades del III Congreso Internacional (de) Música, Identidad y Cultura en el Caribe, celebrado en el Centro León de Santiago.

El libro está constituido por tres secciones: “Ecosistema del bolero dominicano”, de Marcio Veloz Maggiolo; “Perfiles del bolero dominicano”, de José del Castillo”; y, por último, “Hitos del bolero dominicano: Una visión apasionada”, del autor de estas líneas.
Dado que ambas ediciones están agotadas, y ante la petición de un puñado de amigos, reviviremos nuestro ensayo en esta página semanal.

Definición y orígenes del género (2)

La época dorada del bolero tiene lugar entre 1940 y 1950. Su difusión a través de la radio hace de este género musical un fenómeno de masas. Las voces de Agustín Lara y Toña la Negra, Fernando Albuerne y Fernando Fernández, Bobby Capó, Elvira Ríos, Pedro Vargas Benny Moré, Alberto Beltrán y Leo Marini, entre muchas, invaden el mundo privado, el universo íntimo del hispanoamericano. La aparición de la vellonera es una verdadera revolución en los años 40. En los 50, bastará una moneda de cinco centavos para traer a escena la magia de Lucho Gatica o el canto translúcido de Alfredo Sadel.

Cabe resaltar la aparición (principalmente en Cuba y México, a finales de los 40) de un importantísimo movimiento de compositores y cantautores que se denominó como ‘bolero moderno’ o ‘filin’ (derivado de la palabra inglesa feeling, traducida como ‘sentimiento’). La obra de los cubanos César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, René Touzet, Frank Domínguez y la prodigiosa Marta Valdés, tanto como la de los mexicanos Vicente Garrido y Mario Ruiz Armengol, en una asombrosa simultaneidad de arquitectura musical y poética, constituyó un fenómeno artístico preeminente en la primera mitad del siglo.

Se admite que el giro hacia el bolero moderno surge en 1947, con la canción ‘Contigo a la distancia’ de César Portillo de la Luz. Después, las melodías de José Antonio Méndez (‘La gloria eres tú’, ‘Novia mía’), interpretadas por él con su “voz de ronco enronquecido”, conmueven y trazan la pauta de lo que será un discurso de musicalidad y encanto poético seductores. Todo aquello, asimismo, organizado en torno a recuadros armónicos inusitados y complejos, propios de la libertad creativa del jazz.

Dice Gonzalo Roig: “El intérprete del ‘filin’ tenía que ser un actor-cantante que dominara la escena y liberara la voz, jugando con el tiempo y la armonía, y con capacidad de dramatizar, reflejando en cada interpretación, con sus gestos y modulaciones vocales los sentimientos del cantante-ejecutante. El público no sólo escuchaba, sino que sentía las mismas emociones que el cantante le proyectaba. Es una creación musical que no está hecha para el cine ni la televisión, sino para ambientes íntimos como una casa privada, un night-club o pequeñas boites, donde se crea una atmósfera apropiada y se puede ‘descargar’ a sus anchas”. El punto más alto de la canción romántica latinoamericana, a juicio nuestro, se alcanza con las obras de los artistas integrantes del ‘filin’.

Los años 60 son tiempo de protesta y rebelión. El fenómeno hippie, las drogas, el rock, los Beatles, las manifestaciones de mayo del 68 en París, el concierto de Woodstock, la revolución cubana y la guerra de Vietnam, entre otras claves, expresan los nuevos valores de una juventud que deja de escuchar boleros, aquella música que apasionaba a sus padres, en un espacio ahora trastornado por los espasmos de una virulenta contracultura.

El bolero, sin embargo, sobrevive a tales avatares. Armando Manzanero se establece como el más destacado compositor de boleros de los años 60. A través de las voces de Marco Antonio Muñiz y José José, su música despliega nuevos espacios a los reclamos pasionales del ser latinoamericano. En sus canciones, Manzanero accede a un inédito inventario de circunstancias, apartadas como nunca de los tópicos del bolero tradicional de los años 40 y 50.

El bolero ‘Esta tarde vi llover’, como ejemplo, apela a un recurso de asociación entre realidades externas (la lluvia, el mar, la gente, el vuelo de un pájaro) y trances de íntima repercusión (la soledad, la ausencia, el vacío), para materializar en una de las más insólitas y hermosas expresiones del repertorio bolerístico de cualquier época. Las melodías así como las tramas armónicas que sustentan las canciones de Manzanero incorporan, pareja e inteligentemente, los mejores influjos de la música cubana, mexicana, brasileña y norteamericana de la época.

Una muy importante contribución al bolero moderno (probablemente nunca bien estimada) la realizó el grupo de cantautores de la Nueva Trova Cubana. Aunque no fuera éste su esencial designio poético y melódico, y en unos días además en los que el bolero había perdido preeminencia, es innegable el valioso aporte al género ofrecido por Pablo Milanés (‘Para vivir’), Noel Nicola (‘Te perdono’), Amaury Pérez (‘Acuérdate de abril’) y Miriam Ramos (‘Para tu piel’).

Después de 1990, el bolero (ya intervenido rítmica e instrumentalmente por la balada norteamericana y el rock) trata de recuperar el espacio perdido. En la voz del mexicano Luis Miguel, con producciones de Armando Manzanero y orquestaciones de Bebu Silvetti, el viejo bolero reconquista el favor de la juventud hispanoamericana. (La afásica muchachada, ahora bajo el hechizo de un romanticismo artificial, se extasía al oír aquellas canciones, pretéritas y muy ajenas al nuevo lenguaje amoroso, escritas por Agustín Lara y Vicente Garrido).

El bolero, así parece, no morirá. Confiemos, pues, en la vigencia de ese trozo de melodía, de esa minúscula hazaña poética que escuchamos y bailamos con los ojos cerrados, en tanto nos deslizamos a lo más hondo, a lo más profundo de nosotros mismos.

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