Los presidentes pierden credibilidad en el poder, por infinidad de causas y razones. Esa ha sido la experiencia en el país y en el resto de la América Latina. En el caso del presidente Danilo Medina ocurrió una rara excepción. Su enorme popularidad persiste a solo días de terminar su mandato, a pesar de haber sido una presidencia nacida con muchos cuestionamientos e interrogantes, debido a la herencia de corrupción y desorden fiscal que encontró al asumir el cargo con el país endeudado además hasta los tuétanos.

La situación bajo la cual se juramentó le ató las manos, obligándole a una reforma tributaria para poner en orden las finanzas públicas, entonces en lecho de muerte. Esa realidad postergó un pacto fiscal para el cual no existían ni existen todavía condiciones en el desigual clima social prevaleciente. Los críticos índices de pobreza y marginalidad existentes le ponían y todavía ponen un alto costo político a un acuerdo que requiere sobre todo de un compromiso de las fuerzas políticas, para lo cual evidentemente no hay ambiente. La gestión presidencial se hubiera ido a pique si en sus inicios se hubiera intentado impulsar ese pacto, respecto al que todo el mundo parece estar de acuerdo sin que alguien haya dado un paso para lograrlo.

Su sencillo accionar y sus políticas de acercamiento a la población legitimaron la presidencia de Medina, lo cual explicó el sentir que existió en favor de una tercera candidatura suya, a despecho de que la Constitución la prohíbe, no así la diferida, a mi juicio la peor y más perniciosa de las reelecciones. En ese panorama de choque de intereses, y la derrota electoral el oficialismo está ante una encrucijada. Le tocará ahora encabezar la oposición frente a un nuevo gobierno con los plenos poderes que le dará el control del Congreso. Solo si se renueva bajo un nuevo liderazgo colectivo podrá hacer el relevante papel que la democracia exige.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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