En la puerta de entrada me encontré con un señor muy elegante que me dirigió el saludo con cierta cortesía profesional, un señor anticuado con sombrero de paja, paraguas en mano, sonrisa fría, aliento funerario. El aliento y el rostro funerarios.
En el recibidor presenté mis credenciales y me pareció que el encargado se echaba a reír, pero no le di mayor importancia y me dirigí hacia el lugar que me indicó: el escritorio de la recepcionista.

Le dije a la recepcionista que había venido por el anuncio del empleo en el periódico. Que estaba muy necesitado. Que trabajaría de sol a sol recogiendo y juntando cadáveres si era necesario. Pero no me hizo caso.

En el lugar había muchos letreros en italiano y una vocinglería terrible. Quizás por eso la recepcionista no me oyó la primera vez que le hablé y volví a decirle que había venido por el anuncio del empleo en el periódico. Que estaba muy necesitado. Que trabajaría de sol a sol recogiendo y juntando cadáveres si era necesario. Pero otra vez no me hizo caso.

Levanté la voz, no sin cierta altanería, y volví a decirle a la recepcionista que había venido por el anuncio del empleo en el periódico. Que estaba muy necesitado. Que trabajaría de sol a sol recogiendo y juntando cadáveres si era necesario…

Lo escuché la primera vez, señor, pero estaba procesando el mensaje para darle la respuesta correcta. Verá usted, esta no es una funeraria a pesar de las apariencias, es una agencia de viajes.

En cuanto escuché aquellas palabras me invadió el desencanto. Sólo el trabajo en una agencia publicitaria podía ser peor que el de una agencia de viajes, pero necesitaba un empleo. En esa época yo estaba en la mitad del camino de mi vida y Beatriz me había dejado solo y desamparado con cuatro niñas berrinchosas que no podrían valerse por sí solas hasta que no estuvieran en edad de robar o prostituirse.

Una agencia de viaje, repetí mecánicamente.

Una agencia de viajes para almas muertas. Usted estará encargado de recibirlas y distribuirlas y las dispondrá frente a sus respectivas puertas de salida. De lo demás se encargan del otro lado de las puertas. No intente averiguar lo que sucede.

Como si me hubiera adivinado el pensamiento, la recepcionista añadió a renglón seguido:

El sueldo es bajo y en principio no tendrá días libres ni vacaciones y ningún tipo de incentivos, pero el horario es flexible.
¡Sin días libres ni vacaciones!

Virgilio será su ayudante durante los primeros días.
¿Virgilio?
Sentí que alguien respiraba a mis espaldas y me volví, nervioso. Virgilio me miraba con sus ojos marrones y sonreía con cierta mansedumbre.

Acompáñelo, Virgilio, enséñele lo
que tiene que hacer y que empiece de
inmediato a trabajar.
¡Pero si yo no he dicho que acepto el
empleo!

Demasiado tarde, señor, debe comenzar de inmediato.

Ni siquiera hemos hablado del estipendio.¿Cuanto se supone que voy a ganar?

El sueldo es prácticamente honorífico, señor. No perdamos tiempo. Acaba de llegar un nuevo paquete de almas muertas. Acompáñelo, Virgilio.

Justo en el momento en que pensaba protestar e voz alta y airada, Virgilio me agarró por el brazo con una fuerza inusitada y me condujo por un laberinto de pasillos y habitaciones a un extraño lugar. Allí se recibían y clasificaban las almas muertas en una cantidad tan grande que los empleados no daban abasto. Al final del recinto, a una distancia imprecisa, que parecía alargarse y acortarse a capricho, había tres puertas. Las dos de la izquierda eran de madera y no llamaban particularmente la atención, la tercera era imponente y parecía fabricada en acero incandescente.

Estas de aquí, dijo Virgilio, se deben depositar en el buzón de la puerta de la izquierda. Generalmente son pocas y muy ligeras. Estas otras son más abundantes, van al buzón de la puerta del medio. Las de este fardo van a la ciudad perdida, por la puerta grande de acero incandescente. No se acerque demasiado.

Desde que entré a aquel lugar había comenzado a sentir una cierta pesadez, un malestar indefinido. Ahora sentía como si el peso de una fuerza maligna empezara a gravitar sobre mis hombros y sentía miedo, una extraña desazón. Además, en algún momento volví a ver a lo lejos al señor de la puerta de entrada, el señor de rostro y aliento funerarios, y el corazón me dió un vuelco. Advertí, con asombro, que tenía una manera de moverse ágil, desenvuelta y ágil que desmentía su apariencia cadavérica, su condición de hombre muerto caminando.

¿Quién es esa persona?

El señor no es una persona, es una presencia. No está muerto ni vivo. A veces ni lo uno ni lo otro.
Creo que no lo entiendo.

Bueno, verá señor, estar muerto en este lugar es un condición transitoria y sobre todo aburrida.

¡Basta ya!, dije en tono imperativo, quiero irme inmediatamente de aquí.

No es posible, señor.

¡Cómo que no es posible? ¿Dónde está la salida?
No hay salida, señor.

¡Cómo que no hay salida?
Exijo una explicación.

No existe una explicación. Todo lo que sucede aquí es inexplicable.

¡Pero se puede saber qué clase de lugar es este?
Nadie lo sabe señor, nadie lo ha sabido nunca en siglos y siglos de eternidad.

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