Ese nombre que encabeza el título de este editorial corresponde a Luis Rodolfo Abinader Corona, el mismo hombre que recorrió todos los caminos de la República en su carrera para la Presidencia. Aquel que caminaba y saludaba a la gente, se reunía y celebraba encuentros con los periodistas para explicar sus propósitos de gobierno.
Ayer se encontró de nuevo con directores de medios, a quienes igual invitaba a unos encuentros para presentarles sus ideas y motivaciones, en mesas donde la horizontalidad era la característica principal.

Aquel vendedor de sueños e ideales acudió a la cita en donde ahora trata de materializar aquellas formulaciones. El aspecto que más llamó la atención –pura percepción- es que sigue siendo el mismo Luis, con la gran diferencia de que ahora es el Presidente de la República.

Pero continúa comportándose como el hombre de trato directo y afable, distendido, que aparentemente sobrevive como ser humano sencillo. Quizás es el comienzo. Son pocos los días que lleva en el gobierno. Él siente que son apenas 7 días, aunque se juramentó el pasado 16 de agosto.

Llegó, saludó uno por uno a los directores de medios y a colaboradores que lo recibieron. Ocupó asiento y empezó a hablar de su más reciente iniciativa, la reunión con la rectora de la UASD, y poco después descubrió que no se había agotado el protocolo de la formalidad de la presentación de los motivos del encuentro.

Llenado el rigor, retomó su exposición sobre la importancia del plan de virtualización de los programas de enseñanza en la universidad pública, y luego respondió las preguntas que derivaron en un diálogo en múltiples direcciones, muy distante de rigidez alguna.

Seguía hablando Luis. Naturalmente, el presidente de la República. Y no se percibía en el ambiente el peso, el efluvio ni el influjo del Jefe. Parecía terrenal, un ciudadano común con quien se compartía la mesa.

La confianza se había adueñado del ambiente, precisamente, la enemiga de los periodistas cuando están cerca del poder. Siempre hay que dudar.

Luis se mostró cercano, incluso, bromista. ¿Continuará de esa manera? ¿Se salvará del riesgo del envilecimiento a que suele conducir el ejercicio del poder?

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