El regresar después de una larga ausencia siempre resulta una experiencia cargada de incógnitas, y no pocas sorpresas. Pero regresar en tiempos de pandemia resulta único. La imposibilidad de reunirnos con amigos y seres queridos por el respeto a contagiarlos, o al cuidado de no ser infectados hace de nuestro regreso algo extraño. Nos obliga a comunicarnos y vernos a través del internet, o de los móviles, igual como lo hacíamos a miles de kilómetros de distancia. Es regresar sin poder renovar afectos y amistades de la manera más humana, compartiendo.
Sin embargo, tenemos la posibilidad de ver la ciudad desde un vehículo cerrado, y contemplar la terquedad humana, que por encima de la pandemia continua con sus actividades cotidianas, decidida a no dejarse vencer. Algo digno de destacar es que los dominicanos, aún los más pobres, transitan con sus mascarillas, demostrando una madurez que no tienen algunos ciudadanos de países avanzados, donde ponerse o no ponerse las mascarillas se le ha dado un cariz político. Es como si el peligro a la salud pública no existiese. Es una manera de reafirmar “mis” derechos, olvidando que vivir en sociedad nos crea obligaciones. Desde los trece años vivimos en los Estados Unidos, específicamente en Riverdale, Nueva York. Estas largas estadías estaban cortadas por regresos periódicos a la familia y país. En cierta manera nuestra vida ha sido marcada por un constante regresar, allí y acá. Como adolescente y universitario llevamos en aquellos años una vida muy diferente a la que nos tocó vivir en los últimos seis meses en Denver, Colorado. Ante lo prologando de la estadía nos mudamos a una casa en una barriada de clase media, que nos retrotraería a nuestra niñez en la ciudad que entonces se llamaba ridículamente Ciudad Trujillo. Aquel barrio de Denver se parecía al Gascue de entonces. Calles perfectamente arboladas. Una vida lenta, donde los muchachos podían jugar en la calle. Una ciudad en la que cada mañana se dejaba en las puertas de las casas las botellas de leche, de la Industria Lechera, propiedad del Jefe. Pero hay terminan las similitudes. Pues el temor impedía el robo de una botella de la lechería del Jefe. En Denver, la leche de “Royal Crest” dejadas en las puertas son respetadas por educación. Aún más, en varios casos las llaves de las casas son dejadas en las verjas, para permitir la entrada de alguien que debería llegar. Pero la diferencia más significativa es que aquello es un océano infinito de casas de clase media, con su césped cuidado. No es que no haya degradación urbana, con su secuela de vicios y violencia. Pero quizás abarca un 15% de la ciudad. Cabe preguntarnos: ¿Cuándo podremos ver a nuestro país como un gran mar de clase media?

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