Una interrogante podría quedar en la mente del lector de El ojo del hechizo y otros relatos mágico-religiosos, del escritor y catedrático Luesmil Castor Paniagua. Y es la siguiente: ¿Es el dominicano “el pueblo cristiano más antiguo de América”, como lo describiera el intelectual coterráneo del autor Ramón Marrero Aristy, o su religiosidad está permeada por el sincretismo cultural? La segunda probabilidad parece la más cercana a la realidad, a juzgar por las vivencias que se describen en cada uno de los veintisiete cuentos, enlazados por la unidad temática de las creencias populares enraizadas en la dominicanidad, que aunque quieran negarse, juegan un papel importante en el comportamiento social e individual.

Paniagua rescata la presencia de Olivorio Mateo, el mesías sanjuanero, en la apartada comarca oriental de La Guarapa, donde se oculta por la persecución de los interventores norteamericanos de 1916. Los relatos dan cuerpo a las cábalas del Martes 13, las riquezas con pactos diabólicos y el recurso de la hechicería para la cristalización de venganzas por ofensas y agravios. Para los que conocemos su trayectoria periodística, poética y ensayística, ha sido una apreciable sorpresa la publicación de El ojo del hechizo, porque sus textos superan con creces los de muchos que se pavonean como ganadores de “concursos”, en los que imperan el amiguismo y el vulgar cabildeo.

En la contraportada, el poeta y novelista Salvador Santana resalta los levantamientos previos a la escritura entre los protagonistas “que como se observa es gente común de nuestros campos y barrios”, con narraciones extraídas de la cotidianidad, las cuales sirven de material estético, trasladadas desde “la oralidad a la escritura, con una fuerza vital que al leerlas o escucharlas de nuevo nos sorprenden, nos impactan y espantan, dejándonos en todo el cuerpo el mágico escalofrío de un febril estremecimiento”.
El hechizo llega a la política cuando La hija de Lilo, diputada, ve peligrar su liderazgo por la competencia de El Brujo de Cayacoa, en Los Llanos, una estampa digna de estudiarse exhaustivamente. ¡Ay Macorís!

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