América y su música

Creo, con firmeza, que sólo tres naciones de América han creado auténticos universos de música popular, vigorosos y genuinos, de originalidad indiscutible: Estados Unidos, Brasil y Cuba. En el resto de las naciones del continente hay, por supuesto,&#8

Creo, con firmeza, que sólo tres naciones de América han creado auténticos universos de música popular, vigorosos y genuinos, de originalidad indiscutible: Estados Unidos, Brasil y Cuba. En el resto de las naciones del continente hay, por supuesto, músicos (aislados, señeros en muchos casos), mas no música (entendida como criatura animada, como expresión vital y penetrante de un pueblo). En los tres paradigmas el aporte es múltiple y excepcional: trátese ya de la melodía, del sustento armónico, del ritmo o del propio designio poético.

La clave de esta asombrosa manifestación creativa parece, ante todo, étnica. De hecho, tan sólo en estos tres países de América coexistió, durante varios siglos, una abundante población de negros puros,  siempre dentro de nichos culturales de gran virginidad, en contacto directo, en comunicación habitual con una demografía de blancos, descendientes directos de europeos. Esta cercanía, este empalme a distancia —que no el mestizaje, que no la mezcla—, a juicio nuestro, representa el fermento, el principio de ese milagro que es la musicalidad popular de nuestra región.

De un lado, notemos que el elemento indígena no aporta filarmonía alguna. Son igualmente pobres los instrumentos, las melodías, el concepto rítmico y la visión sistémica musical de todos los indios de América: de los araucanos a los mapuches, de los taínos a los caribes, de los mayas y los aztecas hasta los sioux y los apaches. Es tan sólo modulación paupérrima de quenas y maracas y tambores y quejidos.

Así, la simbiosis del indio con el blanco es culpable de una vasta familia de tonadas, cantos, y salmodias (hechas a la rutina del vals, a tres por cuatro) que entonan patéticamente los peruanos, bolivianos, ecuatorianos y colombianos de la sierra.

Lo negro, por otra parte, en estado puro (Haití sería la mejor demostración) genera únicamente estridencia de atabales, batahola de pellejos azotados, algarabía de ineducados aspavientos.

En el otro extremo, lo blanco neto, sin aperturas —Argentina, digamos—, deviene en expresiones artísticas de novedad limitada, con giros y volatines sobre sí mismas y referencias muy directas a los modelos de música popular europea. El tango (“Sentimiento triste que se baila”, al decir de Enrique Santos Discépolo), gallardo melodrama urbano, es acaso música de cepa europea, preñada de tormento por la distancia, por el destierro, por el castigo de aquel Sur tan rigurosamente imaginario.

En nuestro caso, el intenso cruzamiento racial acontecido a lo largo de los siglos XVII y XVIII desdibujó las peculiaridades, las raíces culturales del europeo así como del africano. Durante doscientos años nos nivelamos, nos hicimos iguales, o peores. Así, los blancos se transmutaron en mulatos, los mulatos en “indios”, los indios en espectros, los negros en “blancos de la tierra”, y nos aislamos en el magma de un mestizaje cuyos frutos musicales son, hoy día, tan escasos como pequeños.

El hibridismo nos hizo musicalmente estériles, melódicamente yermos. Luego, ya destruidos los inmateriales ríos subterráneos que nos comunicaban culturalmente con España y con el África, la música popular dominicana se hizo dependiente, acólita de la cubana: en los temas, las melodías, las formas orquestales y la cadencia. Ahora, después de cinco siglos de existencia, el estro nativo se refocila, se retuerce de placer por contar, como creaciones propias, con el merengue liniero, la mangulina y el carabiné (¿o acaso existen otras expresiones nuestras, que por el momento no recuerde?).

Podemos, tal vez, ser aun más sañudos. Hoy regurgitamos y desagraviamos la bachata (“tango escrito por un analfabeto”, dije una vez), suerte de bolero rítmico: mezquino en la finalidad, indigente en el argumento y paupérrimo en la realización artística.

La novedad musical hubo de germinar, repito, en el contacto fulgurante, en la chispa que se desprendía del frote cotidiano de dos purezas; en esa suerte de prolongado metabolismo dentro del espacio magnetizado que nació entre dos etnias reluctantes, contrapuestas como el día y la noche.

La circunstancia de los Estados Unidos es peculiar. Todo se inicia con un negro esclavo que canta su blues —su azul, su tristeza— desde la plantación de algodón, y otro esclavo lejano que responde también con su dolor, con su azul de melancolía. Y sigue después en ese sombrío analfabeto, ahora manumiso, que toca su dixieland vestido de mamarracho en los muelles del Mississippi, o en ese otro que canta un spiritual en la festiva reclusión de la parroquia.

Después el esclavo libre que emigra al Norte y trabaja en las fábricas de automóviles de Henry Ford. Y, pronto, el jazz de King Oliver, Louis Armstrong, Pee Wee Russell y Jelly Roll Morton. Más tarde, las creaciones de Benny Carter, Coleman Hawkins (el “inventor del saxo”) y Duke Ellington. Entonces la guerra, y el swing de Glenn Miller, y el be-bop y Charlie Parker y Thellonius y Gillespie y Bud Powell. Más tarde, el middle jazz de Benny Goodman, el jazz cool, el hard bop, la revolución de John Coltrane y Ornette Coleman, el free jazz de Cecil Taylor, el post free de Miles Davis y Herbie Hancock y Chick Corea.

Igualmente, fructifica allí una enérgica tendencia encabezada por músicos de raza blanca que asimilan las novedades y los hallazgos imaginativos del jazz y los trasladan a los escenarios de Broadway: George Gershwin, Irving Berlin, Cole Porter, Jerome Kern, Richard Rogers. La vasta y opulenta música popular de los estadounidenses constituye, sin discusión, un organismo espléndidamente vivo —a la vez negro y blanco— con innovaciones permanentes y claves de asombrosa inteligencia creadora.

Los grupos de esclavos llevados al Brasil, que durante dos siglos de inmigración poblaron la vastedad de aquella antigua colonia portuguesa, mantienen todavía una flamígera identidad, con dialectos, formas rituales y prácticas religiosas que miran hacia el origen. La ciudad de Bahía representa el prodigio de una auténtica ciudad africana, envuelta en las brumas de la macumba y el candomblé.

La negritud aporta el catereté, la batucada, el congo, la machicha, el samba. Los blancos contribuyen con la modinha, emparentada con la nostálgica saudade portuguesa. Pero en Brasil, desde los primeros decenios del período colonial, los jesuítas habían generado una actividad musical basada en la enseñanza de los elementos esenciales de las producciones europeas, que luego los creadores autóctonos tomaron como modelos.

La música del Brasil es una mezcla de desbordamiento rítmico, profundidad armónica, pureza poética y melodía en estado de gracia. La bossa-nova  y el tropicalismo son los frutos más recientes y señeros de la alucinante imaginación del brasileño. Los autores musicales son muchos e ilustres: Ary Barroso, Pixinguinha, Cyro Monteiro, Cartola, Dorival Caymmi, Antonio Carlos Jobim, Vinicius de Moraes, Dolores Durán, Joao Gilberto, Edú Lobo, Roberto Menescal, Carlos Lyra, Chico Buarque de Holanda, Luis Bonfá, Baden Powell, Gilberto Gil, Gaetano Veloso, Milton Nascimento, Iván Lins.

La coyuntura cubana es, asimismo, de una pródiga originalidad. Los negros cubanos bailaban el bembé, la caringa, la conga, el tango-congo. Pero los africanos puros de Cuba hablaban en ñáñigo y se consagraban a la santería, en tanto Claudio Brindis de Salas —el Paganini negro— paseaba su virtuosismo por Europa.

Tanto como el Brasil, Cuba es un asentamiento de africanos puros que coexiste y se vincula durante varios siglos con un enclave formado por descendientes de españoles. La percusión entre ambas culturas crea el son, la habanera, el bolero, el danzón, la guaracha, el cha-cha-cha, el guaguancó, la guajira, el punto, la rumba, el mambo.

Andrew Fletcher dijo: “Si me dejan escribir todas las baladas de una nación, no me importa quién escriba las leyes.”  Los cubanos, a no dudarlo, han escrito la biografía musical del Caribe, la pragmática vital, la íntima antropología de este ámbito mezquino de leyes y sobrado de palmeras. La nómina de creadores es variada e insigne: Ernesto Lecuona, Eliseo Grenet, Margarita y Ernestina Lecuona, César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Miguel Matamoros, René Tuzet, Julio Gutierrez, Frank Domínguez, Mario Fernández Porta, Tania Castellanos, Orlando de la Rosa, Marta Valdes, Miriam Ramos, Pablo Milanés, Amaury Pérez.

Ahora, finalmente, todo resulta obvio: sin la llegada al Nuevo Mundo de nuestros abuelos mandingas y yelofes, sin el doloroso calvario de su esclavitud, de su aislamiento, este mundo americano sería mucho más triste.

Créanmelo: mucho más desdichado de lo que ahora nos parece.

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