[Ponencia presentada el 8 de mayo de 1996 en el panel “Investigación y Ciencia en el Posmodernismo”, celebrado en la PUCMM, Santiago de los Caballeros. Se publica con algunos cambios menores]

Mientras el eje de la Tierra, en su precesión cósmica, hace que el punto equinoccial de primavera se dirija hacia la constelación de Acuario, la humanidad de estos tiempos navega con rumbo incierto en las aguas tormentosas del Posmodernismo.

Las brújulas del pasado están desorientadas.

Un sentimiento de frustración subyace en el centro psicovital del hombre.

Pero son muchas las variables meteorológicas del clima posmodernista.

Impera el descontento, la rebeldía, aspiraciones nuevas.

La cosmovisión moderna del mundo se desmorona bajo la fuerza emergente de la Tercera Ola de la humanidad, según la designación de Alvin Toffler.

Esa ondulación oceánica cubre la aldea planetaria de la galaxia informática de Marshall McLuhan.

Y al desparramar su líquido turbio en las arenas absorbentes del espíritu humano, deposita sedimentos multivariados: hilachas de racionalidad, olvido del ser, de Dios, relativismo ético, desprecio de sistemas explicativos totalizantes, despersonalización del hombre, hedonismo individualista, predominancia de la inmediatez, compromisos sociales coyunturales de movilidad circunstancial, sincretismo religioso, preeminencia de la afectividad.

Esos signos se manifiestan por todas partes.  Nuestro país no es la excepción.  Sólo hay que pensar en la confusión moral, en el apego a la intrascendencia, en la indiferencia cada vez más extendida por los valores culturales, en la carencia de ideales sociales y políticos auténticos de la comunidad, en la orfandad de liderazgos fundamentados en valores cardinales, incertidumbre respecto al futuro.
¿Cuáles han sido las causas del advenimiento del Posmodernismo?

Entre ellas se cita, de manera sobresaliente, la disolución de la fe en el racionalismo, en la razón como rectora principal de todas las vertientes de la vida humana. A finales del siglo pasado [el XIX], en las postrimerías del modernismo, el Conde York von Wartenburg, hombre de fino olfato histórico, decía a sus contemporáneos que el hombre moderno despedía un olor a muerto.

Era la agonía, luego de unos tres siglos de duración, durante los cuales se conocieron las revoluciones denominadas por Jannière cientifico-técnica, industrial, cultural y democrática.

El imperio de la razón comenzó cuando, a mi entender, se produjo el tránsito, a finales del medioevo, del “magister dixit” al “sapere aude”; es decir, en el momento en que se cuestionó la autoridad de Aristóteles y mentes independientes se atrevieron a pensar por sí mismas.
Con Descartes esa actitud está bien despierta, y con su filosofía se inicia el racionalismo moderno.

Con el bisturí de la intuición intelectual unipolar hacia la disección de la realidad, rastreando las ideas claras y distintas en la confusa masa de las sensaciones.

Pero en Descartes la razón se movía en el ámbito de lo que ella podía conocer; su arbitraje no era totalizante. Sus reglas del método eran «ciertas y fáciles, que hacen imposible para quien las observe exactamente, tomar lo falso por verdadero y, sin ningún esfuerzo mental inútil, sino aumentando siempre gradualmente su ciencia, le conducirán al conocimiento verdadero de todo lo que es capaz de conocer” ([4], p.6)
No deja de ser curioso que el padre del racionalismo moderno, tan contrariamente a la mayoría de sus epígonos y herederos, creía en Dios y le daba gracias de rodillas cuando hacía hallazgos filosóficos importantes para él.

Descartes murió en 1650 y la semilla que sembró fructificó magníficamente en los filósofos de la Ilustración (siglo XVIII).  Estos filósofos encumbraron a la razón en su más alto sitial y con ella y la ciencia natural, que cosechaba crecientes éxitos, creyeron que el hombre podía construir un futuro de progreso indefinido en todas las esferas, materiales o espirituales.

Esta utopía constituyó el proton pseudos del modernismo, su primer paso en falso. Progreso, Libertad, Confraternidad, Justicia; he aquí los nuevos dioses a  ser reverenciados.

Pero lo que me parece importante con relación a la raíz del Posmodernismo es la filosofía de Emmanuel Kant (1724-1804), la cual hizo la fundamentación filosófica de la física de Newton en su Critica de la Razón Pura.

Para este filósofo, la realidad estaba constituida de dos partes, la fenoménica y la nouménica.  La primera es la que podemos conocer, no la segunda, la cual forma el sustrato profundo detrás de las cosas.  El conocimiento se reduce a la intuición sensible; fuera de la sensibilidad fenoménica, “las categorías – dice Kant – son vacías”. Pero los filósofos postkantianos del romanticismo alemán creyeron poder captar el misterioso y escondido nóumeno del mundo real valiéndose de una  de las, para ellos, dos clases de intuición intelectual.

Esta era bipolar. Uno de los polos procedía como la intuición cartesiana, pero el otro tenía la facultad de la percepción mística, por así decirlo, porque era capaz de tocar el misterioso nóumeno.

Y partiendo de estas percepciones instantáneas, construían paso a paso, con relaciones lógico-formales, la estructura verdadera del hombre y del universo.

Una anécdota vendría a poner luz en la actitud de estos filósofos.  En una ocasión alguien le hizo a Guillermo Federico Hegel, el de la dialéctica de la Razón Absoluta, la observación de que sus conclusiones estaban en contradicción con los hechos, a lo que respondió tranquilamente: «Tanto peor para los hechos».

Es bueno ir notando cómo el reino de la intelectualidad se iba distanciando del reino psico-emotivo del hombre.

En los últimos años del siglo XIX la física clásica alcanzaba su cima.  Su triunfo era sencillamente incontestable.  Su método fecundo era no sólo admirado sino imitado por otras disciplinas. Ella contribuyó a establecer, a partir de 1848 ([13]), el positivismo naturalista. La razón científica era el único medio lícito para el conocimiento de la realidad.

Los físicos, orgullosos de su ciencia, estaban instalados en una agradable sensación de seguridad y suficiencia. Solidez de su fundamentación, fecundidad de sus métodos.

Con el  mecanicismo cartesiano, reducían todo fenómeno natural a un modelo mecánico; aseguraban la continuidad de la energía, del tiempo y del espacio, y la infinitud e independencia de estos dos últimos; la evolución de los fenómenos se regían por un determinismo fijo, y tenían como escenario un espacio donde la geometría euclídea era la expresión de su realidad; el átomo era una partícula indivisible; la materia y la energía eran entidades distintas y el éter consistía en el medio a través del cual se transmite la luz.

Estos eran los elementos de la base cognoscitiva del mundo físico clásico.

En los últimos años del siglo decimonónico la historia del hombre y de la cultura llega a un punto crucial. El proceso paulatino de abstracción intelectual iniciado en el Renacimiento, alcanza un nivel de saturación insostenible bajo la conjunción de factores económicos y políticos. La razón descarnada (abstracción) produjo peligroso vacíos existenciales, y al aliarse con el dinero en un maridaje de lucro y poder, desencadenó en el hombre un proceso de decantación.

Del hontanar recóndito de su ser comenzaron a trasvasarse hacia el exterior, como aguas de desperdicio, la fe en las promesas del racionalismo modernista.

Y en las profundidades de su espíritu se fue depositando un sedimento de angustia, de insatisfacción, de duda, de desamparo. Incubación cierta de esa medusa sublunar del Posmodernismo, heterogénea, gelatinosa, tentacular.

Para el Prometeo engendrado por el cartesianismo, llegó la hora del castigo.  Queriendo dar vida al hombre creado con la arcilla de la razón, robó el fuego del cielo. La expiación, inimaginable para los iluministas de la Ilustración, se hizo presente. Su hígado, cristalizado de formalismos, comenzó a recibir picotazos desgarradores de diversas procedencias.

Fuentes:

[1]  W. Dilthey; Introducción a las ciencias del espíritu (Revista de Occidente, España, 1956).

[2] M. Polanyi; Ciencia, fe y sociedad (Taurus Ediciones, España, 1961).

[3] Varios autores; El porvenir de la ciencia (Hachette, Argentina, 1950).

[4] Marco Raúl Mejía; “Fisuras en la razón ilustrada” (Estudios Sociales, Año XXVI, No. 91, Enero-Marzo, 1993).

[5] Lash Scott; “Postmodernity and Desire” (Theory and Society, V14, No.1, january 1985).

[6] Peter Drucker; Sociedad postcapitalista (Grupo Editorial NORMA, Colombia, 1994).

[7] Rafael Emilio Yunen; “Discurso en la Academia de Ciencias de la República Dominicana” (Diciembre 13, 1994).

[8] J. Ortega y Gasset; La idea de  principio en Leibniz (Revista de Occidente, Emecé Editores, Argentina, 1958).

[9] Italo Gastaldi; “Postmodernidad y Educación” (Trabajo presentado en el XVII Congreso Interamericano de Educación Católica. Quito, Ecuador, 8-13 de enero de 1996).

[10] I.M. Bochenski; La filosofía actual; (Fondo de Cultura Económica, Breviario 16, Mexico, 1965).

[11] Eduardo Nicol; Los principios de la ciencia (Fondo de Cultura Económica,  Mexico, 1965).

[12] Eduardo Nicol; Metafísica de la expresión (Fondo de Cultura Económica,  Mexico, 1957).

[13] P. Laín Entralgo y J. Ma Piñero; Panorama histórico de la ciencia moderna (Ediciones Guadarrama, Madrid, 1963).
Dinápoles Soto Bello es profesional de la física y la matemática

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