Preludio a las voces de un río

Esta obra, que bien pudo llamarse “Las palabras del agua” o, quizás, “De cuando un memoriógrafo amigo sobrevivió…

Esta obra, que bien pudo llamarse “Las palabras del agua” o, quizás, “De cuando un memoriógrafo amigo sobrevivió al intento de convertirse en una corriente de agua dulce, cargada de mitos y de manatíes”; este libro, debo decirlo, repleto de íconos y arcanos y silencios, ha de otorgarle fe de bautismo a ese egregio testigo de nuestros cinco siglos de existencia en este primigenio solar del Mundo Nuevo.

Son las voces de un río, perpetuamente, las voces del agua y las voces del tiempo. El agua es la metamorfosis ontológica esencial entre el fuego y la tierra, entre la pasión y el barro: a media distancia entre el ardor y la heredad. Corre el agua en la ocasión del tiempo y corren los rostros en el instante del agua.

Pasan los días y las noches en un agua infinita que es el tiempo. Agua, tiempo y rostros fluyen en estos folios del lúcido insomnio de Bernardo Vega, nacidos en las orillas de esa corriente en que amarraran sus naos medievales, sus precarias embarcaciones de velas cuadradas, los conquistadores españoles del siglo XV.

Al principio serán las voces de los cronistas: “Entró en una canoa, o barca, de las que tienen los indios, e tentó este río llamado Ozama, que por esta ciudad pasa, e hízolo sondar e tentó la hondura de la entrada del puerto, e quedó muy satisfecho y tan alegre como era razón”. “Y es río de mucho pescado, de muy hermosas lizas, e matan en él muchos e grandes manatís”.

O acaso fuera el asombro de algún desprevenido rimador: “Puerto bien amparado de los vientos / I poco combatido de tormenta / I aquella gran distancia de ribera / Labrada y cultivada donde quiera. / Ozama por allí tiende su boca / I hace la ciudad bien proveída…”.

Más tarde, como un espejo que se paseara a lo largo de un camino, la corriente nos devuelve la figura encadenada del Almirante de la Mar Océana; y las huellas trashumantes de Pizarro y Cortés y Bastidas y Ojeda; y el dolorido bagaje de estupor de aquellos “negros bozales al fiado”, cosecha de cacerías humanas en el África remota. Luego será la efigie de Drake y su sevicia imperial, y los reflejos del estandarte inglés confundidos con el brillo de aquellas “aguas saludables y abundantísimas en toda clase de peces…”

Este río nuestro recuerda las miserias del siglo XVII y por sus aguas desfilaron los barcos con la limosna del “Situado”: con la dádiva que España enviaba para el puñado de habitantes de una villa donde “celébranse los días de preceptos misas de noche, mucho antes de amanecer, porque de no ser así se quedarían sin oírla las dos tercias partes de la gente de ambos sexos, por no tener vestidos decentes en la ciudad, donde todos son conocidos.”

Antes de concluir aquella centuria desdichada, en el 1795, el agua viva, el agua madre de la ciudad soporta una nueva aflicción: las tropas extrañas que irrumpen en sus meandros, esta vez con el asta coronada por la enseña francesa.

Después, sin tregua sufren los vecinos del Ozama las vicisitudes de la guerra, mientras los pabellones cambian de color y aquellas aguas desnudas, otrora con fragancia de pétalos y frutas, se enlutan así de pólvora y de sangre. Y en tanto aquella gente, nuestra gente, se busca a sí misma y escarba en el hondón de una igualdad, de una identidad, de una inédita y dolida semejanza gentilicia.

Luego será la grata reminiscencia de canoas de palo de javilla, repletas de cerdos vivos y yerba de maíz; o el júbilo de aeroplanos y puentes de hierro y carnavales acuáticos.

Hasta llegar al 1916. Porque ahora el perfil de dos acorazados presagia el estigma de otros colores sobre tus vertientes de río “navegable por barco unas nueve millas desde la desembocadura”. Y, algo después, será el alzamiento de esa erguida muralla que ahora nubla tu mirada de cristal memorioso, cuando apaga la triste vaguedad de luces sobre tu cauce envejecido.

El espíritu de esta ciudad y sus manes tutelares habrán de agradecer a la tenacidad de Bernardo Vega el compilar y aprehender estas figuras y estos recuerdos que, cual Ofelia, ahogada de amor entre los sueños y las flores, se nos escapan en los caudales oscuros de un Ozama inextinguible. En el que, alguna vez, bien pudo Narciso mirar su rostro reflejado en el espejo de esas aguas claras y primaverales, que asombraran a los primeros errabundos de la Europa lanzada al abismo de un ensueño remoto y violento y desmedido.

Prólogo del libro “Me lo contó el Ozama” de Bernardo Vega.

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