Reflexiones de un articulista

Recientemente alguien me preguntó qué me perturbaba cuando escribía. Sin pensarlo dos veces respondí: me atormenta expresar embustes en las ideas centrales, aunque no niego que en la forma me tomo pequeñas dispensas.

Reflexiones de un articulista

Recientemente alguien me preguntó qué era lo que más me perturbaba cuando escribía. Sin pensarlo dos veces le respondí:…

Recientemente alguien me preguntó qué me perturbaba cuando escribía. Sin pensarlo dos veces respondí: me atormenta expresar embustes en las ideas centrales, aunque no niego que en la forma me tomo pequeñas dispensas. Escribir representa una responsabilidad muy grande, tenga el autor experiencia o no en ese arte. Cada palabra es una extensión de nosotros y una muestra del desarrollo de nuestra personalidad. Debemos escribir de buena fe y reconocer que nuestras ideas maduran, que se modifican con el tiempo, aunque en esencia seamos las mismas personas.

El que escribe no puede ser miedoso, a sabiendas de que lo que consideramos un deber publicar es algo subjetivo, donde destacamos elementos quizás apenas percibidos por nosotros. Para escribir hay que ser valiente y decente, lo que en ocasiones no es sencillo combinar.

El escritor comprometido defiende con coraje “su verdad” y es humilde para admitir sus errores y limitaciones. “Nuestra verdad” hay que darla a conocer. Para encontrarla basta aferrarse a la moral universal y a los dictados de nuestra conciencia y si lo logramos nos equivocaremos menos.

Baltasar Gracián, uno de mis autores favoritos, escribió que es tan difícil decir la verdad como ocultarla. Y, caramba, en sociedades donde impera el disfraz y ciertos comportamientos como los del avestruz, resplandecen los que externan verdades con altura y responsabilidad, diciendo lo que consideran que debe ser público.

Evitemos a los escritores que borraron de su vocabulario palabras como justicia, igualdad, fraternidad, libertad, honestidad, valor y trabajo. Incluso, los hay tan huidizos que prefieren no enterarse de lo cierto, porque los atormenta, les obstaculiza los bombeos del corazón, los debilita emocionalmente.

Igual resulta absurdamente cómodo escribir nimiedades, sin exigir, sin cumplir propósitos, sin gritar, andando por las calles apenas valorando en nuestro interior un instinto de sobrevivencia semejante a los animales salvajes.

¡Ay! Me apenan esos escritores que carecen de vida, de pasión, de ego sano, que se van por las ramas, que aman lo superficial, que se ciegan ante el dolor ajeno, que se adaptan a lo que les permite estar en el juego, aunque todo esto convierta su honor en una piñata, donde hasta los niños le entran a palos. El escritor tibio da lástima.

“Verdad”, esa palabra tiene peso, aunque solo sea la nuestra. No todos tienen la fuerza de levantarla y llevarla orgullosos en sus hombros y exhibirla como un trofeo. Y la verdad es que la “verdad”, en el que escribe y en el que no, tarde o temprano resplandece, íntegra, audaz, potente, feliz, mirando desde las alturas a los insignificantes que quedaron intactos en el fango, atrapados eternamente entre la falsedad y la cobardía.

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Recientemente alguien me preguntó qué era lo que más me perturbaba cuando escribía. Sin pensarlo dos veces le respondí: me atormenta la idea de expresar embustes en las ideas centrales, aunque no niego que en la forma me tomo pequeñas libertades. Eso sí, el que escribe no puede ser miedoso, a sabiendas de que en ocasiones lo que consideramos un deber llevar al papel es algo muy subjetivo, donde destacamos elementos quizás solo vistos por nuestros ojos. Y juramos que esa es la realidad. Lo trascendente es escribir de buena fe y reconocer que nuestras ideas maduran, que se modifican con el tiempo, aunque en esencia seamos las mismas personas.

Para escribir hay que ser valiente y decente, lo que en ocasiones no es sencillo combinar. De todas maneras, el escritor comprometido defiende con coraje “su verdad” y es humilde para admitir sus errores y limitaciones. “Nuestra verdad” nos hace libres en la medida en que la damos a conocer, por la vía que sea. La verdad no es muda. Para encontrarla basta aferrarse a la moral universal y a los dictados de nuestra conciencia y si lo logramos nos equivocaremos menos.

Baltasar Gracián, uno de mis autores favoritos, escribió que es tan difícil decir la verdad como ocultarla. Y, caramba, en sociedades donde impera el disfraz y ciertos comportamientos del avestruz, resplandecen los que externan verdades con altura y responsabilidad, diciendo lo que consideran que es. Evitemos a los escritores que borraron de su vocabulario palabras como justicia, igualdad, fraternidad, libertad, honestidad, valor y trabajo. Incluso, hay escritores tan huidizos que prefieren no enterarse de la verdad, porque ésta los atormenta, les obstaculiza los bombeos del corazón, los debilita emocionalmente.

Igual resulta absurdamente cómodo escribir nimiedades, sin exigir, sin cumplir propósitos, sin gritar, andando por las calles apenas valorando en nuestro interior un instinto de sobrevivencia semejante al del animal. ¡Ay! Me apenan esos escritores infelices que carecen de vida, de pasión, de ego sano, que se van por las ramas, que aman lo superficial, que se ciegan ante el dolor ajeno, que se adaptan a lo que les permita estar en el juego, aunque todo esto convierta su honor en una piñata, donde hasta los niños le entren a palos.

“Verdad”, esa palabra tiene peso, aunque sólo sea la nuestra. Hay que ser un gigante moral para presentarla. No todos tienen la fuerza de levantarla y llevarla orgullosos en sus hombros, y exhibirla como un trofeo.

Y la verdad es que la “verdad” tarde o temprano resplandece, íntegra, audaz, potente, feliz, mirando desde las alturas a los insignificantes que quedaron intactos en el fango, atrapados eternamente entre la falsedad y la cobardía.

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