Todos los hombres tienen los mismos derechos.
Pero hay unos con más poderes que otros.
La desigualdad está ahí.
AIMÉ CÉSAIRE
Todos los animales son iguales,
pero algunos son más iguales que otros.
GEORGE ORWELL
Antes de conocer la carta “Mundus Novus” de Amérigo Vespucci, ningún europeo podía entender la felicidad como asociada a la vida humana. Desde muchos siglos atrás, la Iglesia enseñaba que la existencia era un interminable valle de lágrimas, y que toda la felicidad posible —seguramente la única posible— residía en el otro mundo.
En esa carta se habla de un lugar en el cual hay hombres que no son como los europeos, que viven en paz y no tienen armas, que no conocen la propiedad privada y se aman entre sí y son felices. Tomás Moro —entonces Canciller de Enrique VIII, quien más tarde lo decapitó— lee la carta y, en el 1516, escribe un pequeño volumen: Utopía. El libro está dedicado a Erasmo de Rotterdam. En este cortísimo relato centellea la fe pura, libre y abierta del ideal humanístico que sacude a la Europa del Renacimiento.
Será este el libro más revolucionario que en cualquier época haya creado el Viejo Mundo. El “incunable del comunismo” lo denominará Germán Arciniegas. Moro ha creado la palabra con el barro de la lengua griega. Utopía es la región ideal y perfecta. Aquello puede ser tanto “ningún lugar” como, asimismo, el “buen lugar”. (Quevedo glosó: “No hay tal lugar”).
En la primera parte del libro, los rebaños de grandes terratenientes invaden la campiña y desplazan a los campesinos ingleses. “Las ovejas se comen a los hombres”, afirma Moro. Luego aparece la descripción de un país ignoto, descubierto por uno de los acompañantes de Amérigo Vespucci, en el que todas las riquezas y los trabajos están distribuidos con el mayor espíritu de equidad. Una tierra poblada por seres que habitan en la paz, en el bien y en la justicia, sin miserias ni oprobiosas desigualdades. Al hablar de utopía, Moro expresa su personal conocimiento de los vicios y las flaquezas de la sociedad inglesa. Traduce él su rechazo a las guerras, a la violencia, a la miseria ignominiosa, a la repugnante tiranía de la indigencia.
Las ideas de Tomás Moro —santo, ahora, de la Iglesia Católica— alumbran el mito del “buen salvaje”. Del sedimento de esta metáfora de redención humana que es Utopía surgen los principales ejes del pensamiento revolucionario de la Francia iluminista.
Rousseau afirma que el regreso a la naturaleza hará del hombre un ser naturalmente bueno. Naturaleza, realidad y verdad constituyen una y la misma cosa a los ojos de Rousseau.
Mas, en la España de la Contrarreforma y el Índice, la noción de utopía ha de ser tan borrosa como incierta. Los conquistadores hispánicos dudan de la índole humana del indio, de su aptitud para el raciocinio; inclusive de su capacidad para la asimilación de los Santos Evangelios. Será necesaria una Bula de Paulo III para que nuestros ancestros ibéricos admitan que son hombres, y no bestias, los seres vivos que ellos distribuyen y asignan en sus Encomiendas.
El indígena desaparece al contacto con el cuerpo extraño. De medio millón de indios que vio el Almirante al pisar la Hispaniola, sólo sobreviven algunos cientos al cumplirse los treinta años de la presencia europea en la isla. Después, Montesinos y Las Casas —en su Apologética Historia Sumaria— lucharán contra la Corona y proclamarán que el “buen salvaje” posee un alma inmortal.
Toca entonces el turno a Lorenzo de Gramenot, Gobernador de Bresa. Es otra la historia desde el momento en que Carlos V le otorga a este cortesano una licencia para importar “4,000 negros bozales al fiado”, que serían pagados poco a poco en tanto prosperara el negocio del azúcar en la isla.
Así ha de ser: España y el Nuevo Mundo caminan de espaldas a la utopía y se alejan del ensueño de justicia que florece en la nueva fe de Erasmo de Rotterdam.
Pero habrá las decorosas excepciones: un Obispo humanista, Zumárraga, levanta el Colegio de Tlatelolco, en México, para enseñar gramática latina y música a los indios. También en México, en el país de la matanza de Cholula, “a la orilla del lago de Pátzcuaro”, otro humanista, Don Vasco de Quiroga, hará vivir la ardiente Utopía de Tomás Moro, el amigo íntimo de Erasmo.
Millares de indios se hacen “músicos, cantores, pintores, calígrafos, gramáticos, filósofos y lingüistas” en los diez o quince años de vida del Colegio de Tlatelolco. Las clases son en náhuatl, latín y español. “Sin la ayuda de los estudiantes indios —dice Fernando Benítez— Sahagún no hubiera logrado redactar en dos idiomas su monumental historia, ni contar con buenos calígrafos, ilustradores y conocedores de la cultura náhuatl”.
En el corazón de la utopía de Michoacán, Don Vasco de Quiroga piensa que el trabajo, condición primaria del hombre, equivale a una oración. Está en contra de las limosnas, causa de la mendicidad; en cambio, enseña oficios y maestrías. El dinero obtenido de las cosechas y los oficios sirve para mantener los hospitales, los asilos de ancianos y las escuelas de niños. Nadie está ocioso. En aquel Michoacán reservado y ardiente se hace sustancia activa la quimera de Tomás Moro, y “Don Vasco es un mago que crea en los bosques o a la orilla de los lagos, espejos del cielo, fantasías que parecen reales y realidades que parecen fantasías”.
Pero las breves quimeras mexicanas de Zumárraga y Vasco de Quiroga naufragan en el teatro de muerte de la conquista. El “buen salvaje” se hunde en los abismos del Paraíso Perdido. Aquí, dentro del herbazal de unas islas candorosas y chorreantes, la suerte de los indios antillanos es mucho más que aciaga: “un credo le bastaba a un perro para comerse a un indio a dentelladas; tres credos medían la muerte por medio del fuego; dos padrenuestros, la muerte por empalamiento”.
Siglos más tarde, el hecho americano deviene en un “caldo de encuentros”. Categorías mezcladas en el crisol de la desgracia y la quimera. En su discurso de Angostura, Simón Bolívar dirá: “No somos europeos, no somos indios; constituimos una especie de pequeño género humano aparte”. Fuimos y somos, sin duda, carne inédita, mestiza, traspasada y confusa; sangre y carne oblicua de retumbos y lamentos y soplidos. Taínos y extremeños y yelofes, caribes y mandingas y andaluces: todos fundidos en la vasija hirviente.
Así, nuestro continente hubo de ser —tenía que serlo, desde luego— el mundo de la fábula arruinada, la dimensión del sueño enloquecido: el universo de un mito incesante y rabioso.
Iberoamérica trajina ahora en pos de una apocada quimera de civilización y bienestar, de una arremangada utopía de identidad y de progreso. Quizá sea el último de los sueños posibles; tal vez la terca y solitaria ilusión que se resiste a abandonarnos. Parecería necesario, en tal caso, que nos mirásemos en el espejo cierto y elocuente de la realidad. Más allá del delirio, de la alucinación repetida, de las memorias furiosas e implacables, acaso sea ésto lo esencial.