La realidad en que vivimos

El descalabro moral de una nación no se presenta de golpe. Es el resultado de un paulatino pero firme proceso de degradación que se manifiesta de distintas maneras.

La realidad en que vivimos

Los países se hacen ingobernables cuando los parámetros de medición de la situación se limitan al juicio de las élites, incapaces de ver más allá de sus confortables realidades.

El descalabro moral de una nación no se presenta de golpe. Es el resultado de un paulatino pero firme proceso de degradación que se manifiesta de distintas maneras. La más ominosa se observa en las calles, con su fatídica carga de tensión que colma de temor los hogares y la rutina ciudadana y que titulan sin cesar los medios llenando de tinta roja sus páginas y espacios en la Web. 

Se da en el frenesí de las drogas, la prostitución y otras modalidades del crimen organizado, tan presentes por desgracia en la vida de nuestra nación. Pero también se expresa con la vulgaridad y la ofensa, que invaden los medios, sustituyendo el debate de las ideas con la retractación que multiplica los espacios de odio y siembra en el ánimo nacional las simientes de la confrontación y la guerra civil, que tantos llevan en su corazón haciendo sonar sus latidos más fuertes que el rugido de un cañón. La intolerancia  expresada de esa forma nace de un fanatismo político inducido, con una carga en el presupuesto.

A diferencia de la Era de Trujillo, cuando el infame Foro Público era de la exclusiva potestad y propiedad del tirano, hoy se la practica de forma casi generalizada, abusando de la apertura de algunos medios ávidos de lectoría y popularidad, medidas por su alcance y visitas en sus páginas de Internet. Es de iluso pensar que tales expresiones cotidianas de intolerancia son sólo el fruto del fanatismo político e ideológico. Son prácticas enseñadas, rigurosamente aprendidas, escritas en el estilo de un gastado catecismo que intentó vender como modelo una prédica moral que sucumbió al embrujo de las mieles del poder, mostrando a sus promotores ante los ojos del país como los que en verdad siempre fueron.

La corrupción, con su manto protector de impunidad, y la inseguridad ciudadana, con su estela de asesinatos y asaltos diarios, nos revelan la realidad del mundo en que vivimos.

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Los países se hacen ingobernables cuando los parámetros de medición de la situación se limitan al juicio de las élites, incapaces de ver más allá de sus confortables realidades. Con frecuencia se leen observaciones paradisíacas de la marcha de la economía sobre la base de la concurrencia a los restaurantes del polígono central, siempre lleno de empresarios, banqueros y funcionarios, y las alegres fiestas sociales de los centros recreativos más lujosos, como Casa de Campo. Pero ese menos del uno por ciento de la población representa solamente una de las realidades que cohabitan en la sociedad dominicana. La verdad es que la mayoría de la población y las clases media, viven otras realidades algunas en franco deterioro, a medida que el proceso de concentración de riquezas se agudiza y su empobrecimiento creciente se hace más notorio y aumentan los niveles y áreas de corrupción, bajo la protección de una impunidad que conculca toda posibilidad de progreso. Una entre muchas realidades que cercenan las esperanzas nacionales de alcanzar niveles de igualdad imposibles ya de conseguir en el corto y mediano plazos.

Dentro de la realidad en que yo vivo, tal vez de una minoría del veinte por ciento del universo nacional, siento que el mundo que conocemos se nos cae encima. Me aterra pensar que la mayoría de la población, sin acceso a buena salud y educación y empleo bien remunerado, no se expresa porque no ha encontrado un motivo o quien la encauce.

Por desgracia, los elementos aparentemente inocuos que han hecho explosión en otras naciones, en situaciones de menor desigualdad que la nuestra, están presentes en la sociedad dominicana, con alto desempleo, insalubridad e inseguridad ciudadana y un grado elevado de inconformidad por los privilegios exorbitantes de una clase política que hace uso de los poderes del Estado para enriquecerse en detrimento del resto de la población.

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