Lectura sabatina

Al vacío dejado en el mundo de la lírica por la muerte temprana del tenor Luciano Pavarotti hará unos años, se unió después la de Yma Súmac, una de las voces femeninas más prodigiosas que jamás haya existido. Tenía 86 años y se dice que…

Lectura sabatina

Admito mi carencia de respuesta para algunas de las más importantes preguntas que muchas veces me formulo. Por ejemplo, ¿por qué escribo una columna diaria? ¿Por dinero? No lo creo. Lo que me pagan no me resuelve ningún problema. ¿Entonces,…

Lectura sabatina

Asistí hace ya un tiempo a una reunión de intelectuales preocupados por la situación nacional. Era el único que no lo era. Pensé que hablaríamos del problema energético, el déficit cuasi fiscal, el aumento del gasto público, el clima de inversió

Al vacío dejado en el mundo de la lírica por la muerte temprana del tenor Luciano Pavarotti hará unos años, se unió después la de Yma Súmac, una de las voces femeninas más prodigiosas que jamás haya existido. Tenía 86 años y se dice que aún a esa edad su voz se asemejaba a la de un arpa, cuando subía a escalas donde pocas pueden alcanzar.

Su carrera no se desarrolló únicamente en el campo clásico, incursionando con éxito en diversos géneros populares. Sus agudos eran de una extraordinaria belleza alcanzando las cinco octavas, desde cuyas alturas podía pasar a registros graves con enorme facilidad y rapidez. Dominó como muy pocas la técnica de la coloratura, que le permitía sucesiones de notas rápidas, extendiendo así una misma vocal a varias notas sucesivas. Una poco común condición requerida en las óperas de Bellini, como es el caso de Norma y La Puritana; Rossini, en El Barbero de Sevilla, Una italiana en Argel y La cenicienta; y Donizetti, en Elixir de Amor y La hija del regimiento, entre otras.

De origen peruano, vivió mayormente en Los Ángeles, California, donde murió de un cáncer del colon. Su carrera se inició en la adolescencia y muchos dominicanos de mi generación la recuerdan con nostalgia porque vino en más de una oportunidad al país, en ocasión de los célebres aniversarios de La Voz Dominicana, la emisora de Petán Trujillo, el patán hermano del dictador que hizo de la radio y la televisión un feudo personal.

La noticia de su fallecimiento en noviembre de 2008, me remontó a aquellos lejanos días en que la escuché cantar por primera vez, creando en mí una fuerte y agradable impresión que no he superado y que influyó después poderosamente en mis inclinaciones musicales. “El cóndor pasa”, en su voz, fue una experiencia musical inolvidable. El dulce color de su lirismo dejó en miles de amantes de su voz un recuerdo imperecedero. Con su muerte desapareció una de las altas figuras femeninas del canto lírico y popular.

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Admito mi carencia de respuesta para algunas de las más importantes preguntas que muchas veces me formulo. Por ejemplo, ¿por qué escribo una columna diaria? ¿Por dinero? No lo creo. Lo que me pagan no me resuelve ningún problema. ¿Entonces, por qué lo hago? ¿Acaso es la búsqueda de fama o reconocimiento? Descartado. Detesto la primera y dudo que se obtenga lo segundo por esa vía. ¿Por vanidad? Aún no sufro de ese mal. ¿Para probarme a mí mismo? No necesito hacerlo. Me basta con mi familia. ¿Para estar en el centro de la energía que mueve a esta sociedad? ¡Imposible, daría cualquier cosa para estar lejos de ella!

Pero debe haber una razón, sin duda. Tal vez tan poderosa que sea incapaz de comprenderla. Pasa muy a menudo en un mundo atormentado, donde las personas viven angustiadas por el duro quehacer diario, asfixiadas muchas de ellas en una abundancia extrema y a veces aniquiladora del espíritu, y otras, en número mayor, atrapadas en una terrible escasez desconsoladora. Cuando comencé a escribir a diario en septiembre de 1978 restándole tiempo a mis obligaciones como ejecutivo del periódico, me ilusionaba la idea de contribuir a la solución de problemas nacionales o por lo menos a despejar de brumas el camino por el cual transitan muchos lectores.

Me costó tiempo y millones de palabras para convencerme de cuán tonta era esa idea. Me di cuenta años después que a lo sumo uno se gana algunas simpatías y, por supuesto, la animosidad de gente fanática incapaz de admitir opiniones distintas a las suyas. Significa que escogí un oficio equivocado. ¡Ni pensarlo, pues haría lo mismo si tuviera otra oportunidad! ¿Entonces, a qué viene todo esto? ¿Por qué seguir insistiendo? Realmente no lo entiendo, aunque de pronto, sin proponérmelo, casi lleno el breve espacio reservado para una entrega sabatina, que tal vez muy pocos leerán.

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Asistí hace ya un tiempo a una reunión de intelectuales preocupados por la situación nacional. Era el único que no lo era. Pensé que hablaríamos del problema energético, el déficit cuasi fiscal, el aumento del gasto público, el clima de inversión y algunos otros temas que agobian la vida diaria de los dominicanos, conforme deduje de la invitación. Resultó que la preocupación allí tenía que ver más con lo que alguien llamó crisis de identidad nacional y las raíces del pueblo dominicano. Cada uno de los doce participantes disparó un discurso sobre el exterminio de la población indígena y el saqueo de las riquezas de nuestros aborígenes. Todos, sin excepción, plantearon la necesidad de profundizar la búsqueda de las causas de nuestra pobreza en ese acontecimiento histórico. Me dije toda clase de cosas  para mis adentros e identifiqué de inmediato la puerta de salida.

Como no domino el tema me atreví a sugerir: “Dejemos esta discusión a las universidades”. La discusión era oportuna, se alegó, para descubrir nuestros orígenes y definir los rasgos de nuestra herencia cultural. “Si todos los indígenas fueron exterminados ya no queda herencia”, dije. “¿Para qué buscar lo que no existe?”. El holocausto de la raza aborigen tenía pendiente un juicio de la historia, alguien dijo, a lo que siguió un fuerte aplauso. Perdido en la discusión, ajeno al tema, de mis labios surgió otra muestra de ignorancia. “¿A quién juzgamos? Los responsables tienen más de 500 años de muertos”. Alguien lanzó un grito. Yo me adelanté: “Por el tiempo transcurrido, según la ley dominicana, esos crímenes no pueden ser juzgados”. Por la reacción, me percaté que estaba usurpando una silla. Me disculpé y salí a tomar el aire fresco.

Escuché decir a mis espaldas que yo era un soldado templario, agente de la reacción y el oscurantismo intelectual. Musité para mí mismo: “Un buen tema para Funglode”. Y salí de allí a toda velocidad.

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