No ladren, no ofendan, no se denigren

Lulú, la adorable perrita de mi madre, tenía varios días sin recibirme con sus acostumbrados y agradables “jau”, “jau”. Por ello supe que estaba enferma. La llevamos al veterinario y volví a escuchar su canino rugido.Algunos…

Lulú, la adorable perrita de mi madre, tenía varios días sin recibirme con sus acostumbrados y agradables “jau”, “jau”. Por ello supe que estaba enferma. La llevamos al veterinario y volví a escuchar su canino rugido.

Algunos humanos se la pasan ladrando (y mordiendo y provocando rabia), pero es para intentar desprestigiar al prójimo y solo no hieren cuando por causa de fuerza mayor no pueden abrir la boca. La diferencia es que el silencio de Lulú entristece y el de los que calumnian alegra.

Recuerdo una experiencia que me marcó. Hace muchos años estaba en una fiesta. En mi mesa había seis invitados. Solo conocía a José. Entonces, dirigiéndome al entorno, se me ocurrió la torpe idea de burlarme de la orquesta. Y decía que el sonido era pésimo, que parecían principiantes…

De inmediato José me miró con cara de “¡cállate!”. Intuía que había metido la pata, por lo que, tratando de arreglar el asunto, la emprendí contra los cantantes, afirmando que los músicos eran excelentes, pero que las voces de la pareja del frente se asemejaban a berridos, que no sabían usar el micrófono…
¡Oh, Dios! ¿Cómo yo iba a saber que estaba sentado al lado de los padres y hermanos de los dos cantantes? Naturalmente, me alejé cabizbajo y desde ahí me prometí que sería más cuidadoso al manifestarme. Las consecuencias de mis actos todavía las sufro: los intérpretes y sus familiares no me saludan.

El que constantemente agrede verbalmente, es a sí mismo que se denigra. Es una muestra de inmadurez, de envidia, de corazón marchito. Y tarde o temprano tiene un efecto bumerán: el golpe lo recibe el desenfrenado, porque hay comentarios que algunos no olvidan y no esperan mucho para actuar.
¡Cuántas veces hemos perdido una excelente oportunidad para avanzar en la vida por ser unos deslenguados! ¡Qué diferente fuera si hubiéramos cerrado nuestros labios cuando se nos pidió una opinión sobre alguien!

El que habla mal de todos suele ser monotemático. Sus ideas generalmente son limitadas. No sabe de amor. Desconoce lo que es la felicidad. Es incapaz de tener un amigo sincero. Anda amargado, sin rumbo, sin luz. Por ello se encuentra en sus aguas solo cuando difama. Su atrofiada inteligencia emocional entiende que para ser superior hay que destruir la honra del otro.

Como hijos de Dios, hay que perdonar a quienes nos ofenden, pero eso no implica que debamos aplaudir esa conducta. Es más, alejémonos rápido de aquellos que cada vez que se expresan lo hacen para manchar la imagen de los demás. Y aquí entre nosotros, esos personajes también azaran. Sus ladridos no son sanos, como los de Lulú.

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