Nuestra opacada mismidad

En el principio el hombre estaba solo, más luego compartió la tierra y las cosas con los dioses, dando orden y explicación al mundo. Entonces no había cielo ni infierno. Luego el hombre se reveló a los dioses y procuró separarse de las deidades&#823

En el principio el hombre estaba solo, más luego compartió la tierra y las cosas con los dioses, dando orden y explicación al mundo. Entonces no había cielo ni infierno. Luego el hombre se reveló a los dioses y procuró separarse de las deidades reinantes y controlar él mismo las cosas, naciendo el caos, el mal, el cielo y el infierno como morada de los dioses y la libertad. En cierta forma “no hace falta recurrir al diablo para entender el mal. El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad. El hombre no se reduce al nivel de la naturaleza, es el “animal no fijado”, usando una expresión de Nietzsche” (Safranski, El mal o el drama de la libertad: 15).

Al matar a los padres divinos el hombre quedó solo en el mundo, haciéndose dueño de su vida y rector de sus pasos y rindiéndole culto solo a la libertad al través del tamiz de su conciencia. Los dioses no eran necesarios ya, y el hombre era el centro de la historia con total independencia de la tutela divina. En esto el “mal”, como abstracción, sería el precio a pagar por la libertad y autodeterminación.

Hoy esa individualidad y auto tutela ha perdido espacio. El hombre, como individuo, se desvalora frente al monopólico mercado. Incluso el Estado ha cedido amplios estamentos que anteriormente controlaba, incluso jurídicos, a una economía global sin límites ni fronteras definidas. Aquí el tema del bien y del mal en las actuaciones de los hombres no depende ya de su conciencia ni de su constitución y menos aún de sus creencias, sino de la “manera de su unión mutua. Unos insisten en el mercado y la división de poderes, otros en las relaciones de producción”. (Libro citado, pág. 17).

El ser, la mismidad, se ha reducido al intercambio, el mercado le designa el valor. Los intangibles y la individualidad de las personas ya no tienen incidencia. “La individualización y la globalización son, de hecho, dos caras del mismo proceso de modernización reflexiva, (…) está surgiendo un mundo (…) caótico de conflictos, juegos de poder, instrumentos, y ámbitos que pertenecen a dos épocas distintas, una a la modernidad inequívoca, y otra, a la modernidad ambivalente”. (Nieves, Globalización, Derecho Penal y Estado de Derecho: 63).

El gran problema de la globalización es que “privatiza las riquezas y globaliza la pobreza”, existiendo cada vez mayor concentración de las riquezas en menores manos y corrompiéndose todo, desde la tabla de valores que sustentan nuestra filosofía política y tradición histórica, hasta el valor del individuo, como persona, frente al mercado que lo coloca como un número, como un instrumento de cambio, para ser usado y desechado si es necesario.

Hemos vuelto a los dioses, pero a los del mercado, a los del comercio, que mueven los hilos de nuestra opacada mismidad, dándonos la sensación de libertad, dentro de un egoísmo-consumismo insaciable y desenfrenado.

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