“Que tío ese, el ‘Paco’ Umbral. ¡Qué prosa! Nadie en España ha escrito como él desde la hora de Quevedo”, me decía agitado Pepe Arnaiz. Y, de verdad, no exageraba.

Periodista, reportero (135,000 artículos: crónica incesante, mirada implacable con chispazos de acrimonia, fogonazo hiriente y revelador). Novelista, ensayista, biógrafo (110 libros: literatura de la memoria, de los tiempos oscuros, del deseo reprimido y la pasión insatisfecha, de la desolación y la muerte).

Voz recóndita, operática (la de Umbral), que se alza en escritura fáustica, dionisíaca, soberbia y endemoniadamente hermosa. Niñez terrible, pura España negra, sin padres ni amor, reelaborada mil veces aquella infancia a través de la escritura en busca de una identidad, de un lugar en el mundo.

Francisco Umbral: Premio Miguel de Cervantes (2000), Premio Nacional de las Letras Españolas (1997), Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1996)
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En su “Diccionario de la literatura. España 1941-1995: De la posguerra a la posmodernidad”, ‘Paco’ Umbral circula con albedrío entre temas literarios y anécdotas de escritores, en la escena franquista y posfranquista (los días del ‘destape’).

Diccionario de la literatura. España 1941-1995: De la posguerra a la posmodernidad (fragmento)

García Márquez (Gabriel). Tres asaltos grandiosos ha sufrido/gozado la literatura española por parte del castellano de América en lo que va de siglo: estos tres abordajes se llaman Rubén Darío, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez.

Cuando nuestra poesía estaba sumida en el treno falso de Núñez de Arce, he aquí que Rubén Darío, cargado de idiomas y de imágenes, zumbante de una música nueva, colosal y mendigo, nos salva y redime del mármol imitación del vallisoletano, así como de los filosofemas de don Ramón de Campoamor, para quien la vida era una dolora y la dolora una criada guapa en el Retiro.

En los años veinte, cuando la generación famosa se iba hacia el purismo de Valéry, con peligro de deshumanización, como más o menos diría Ortega, he aquí que Pablo Neruda salta desde Chile, o desde Asia, y difunde entre nosotros el surrealismo de la poesía impura, la grandiosa enumeración del mundo que hermana la estrella con la tuerca. Si a nuestros abuelos los había librado Rubén de tanto prosaísmo a gritos, a nuestros padres los salva Neruda de la virginidad juanramoniana y del purismo estéril de Valéry.

Finalmente, en los sesenta/setenta, agotado y persistente el socialrrealismo de posguerra, en la prosa, el colombiano Gabriel García Márquez, con sus Cien años de soledad, abre las ventanas de la novela y establece corrientes, de modo que todos los personajes empiezan a volar. La levitación es tan consuetudinaria en García Márquez como la gravitación galdosiana, agobiante, en nuestros socialrrealistas.

Quiere decirse, en fin, que América, la América a la que enseñamos español, ha salvado de sucesivas postraciones la literatura de España. Literaturas más jóvenes, las americanas, y por jóvenes más curiosas y avizoras, han llegado siempre a tiempo, con el hombre providencial, como un ángel, el arcángel san Gabriel García Márquez, novelista de la gente con alas, para rehacer nuestro camino y despertar nuestro letargo. GGM viene en mitad del boom de la nueva novela “castrista”, revolucionaria, que tiene como precedente a Borges o Carpentier, que algo ha tomado del vecino del norte (Faulkner), pero que impone sobre todo, y difunde en Europa, la realidad/irrealidad de esa Atlántida de tiempo dormido y genial que es el Cono Sur.

Julio Cortázar, Rulfo, Fuentes, Vargas Llosa, etc. ¿Cómo, después de Cien años de soledad, se puede seguir en la obstinación gremial y artesanal del realismo galdobarojiano? La novela mágica o novela lírica, naturalmente, tiene largos y ricos antecedentes, desde Tirant lo Blanc al Quijote, desde los autores nórdicos hasta Virginia Woolf (Borges traduciría el Orlando). Pero con la arribada de GGM, toda Europa se pone a hacer lirismo en la novela, desde Günter Grass a Torrente Ballester.

Eso que convencionalmente llamamos realismo está agotado en la versión Balzac y en la versión Galdós. Era un convencionalismo como otros, ya que, según dijera oportunamente Magritte, y glosara Foucault, al pie del dibujo de una pipa, “esto no es una pipa”. La mentira cerril de realismo, comunista o burgués, está en hacernos creer obcecadamente en la pipa.

La novela es narración libre, invención, imaginación, y así la han entendido en España Cela y Cunqueiro. Pero, dejando pasar la lección de oro de GGM y toda su obra, aún nos quedan viejos realistas que dicen simplemente: “Se fingen locos”.

Los locos son ellos, que toman la pipa por pipa, a Fortunata por Fortunata, a Jacinta por Jacinta, a Mario por Mario, a Teresa por Teresa, y así sucesivamente. Nuestra literatura tiene una doble tendencia al realismo y a la retórica, que se alternan aquí como Cánovas y Sagasta. Pero el poderoso tornado de las pluralidades y los excesos que supone GGM ha trastornado para siempre, venturosamente, la novela española, e incluso la europea.
Algunos garzones que hoy intentan un nuevo realismo subvencionado ni siquiera tienen el poderío rodiniano de los viejos maestros.

La novela vuelve a encontrarse con sus orígenes poéticos —¿no son novelas la Ilíada y la Odisea?— gracias a un mundo virgen, Suramérica, y gracias a un hombre fecundo, generoso y genial en su prosa y su vida, Gabriel García Márquez.

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