A Marcio y a Hugo: en reintegro de una deuda tan arcaica como la gula.

La cena, que recrea y enamora.
SAN JUAN DE LA CRUZ

El noveno título de la Colección Cultural auspiciada por Codetel constituye, no cabe duda, una obra singular. Dos de los principales ensayistas dominicanos de nuestro tiempo se aúnan para recorrer el dilatado (y muchas veces triste) camino de nuestra historia (quizá de nuestra proeza) gastrológica. Marcio Veloz Maggiolo y Hugo Tolentino Dipp, en dos espléndidos ensayos, nos indican de cuán lejos venimos y en qué remoto discernimiento habitan las esencias del credo culinario de los dominicanos. El libro, sobra decirlo, es revelador, lúcido, oportuno.

El ensayo de Veloz Maggiolo, titulado “La dieta aborigen precolombina. (Apuntes para una gastronomía silvestre)”, indaga los gérmenes de nuestras formas alimenticias a través del instrumento arqueológico. La gastronomía, así, aparece como una expresión fundamental de la cultura, vinculada a los modos de trabajo, los ciclos agrícolas, los gustos y rechazos hacia determinados alimentos y, por supuesto, a los modelos de producción. Todo aquello como un componente básico de lo que se entiende hoy como folklore ergológico.

Dice él: “Las primeras sociedades en llegar a la isla y acomodarse en las zonas costeras, penetran la parte occidental de la misma, y cubren parte de la zona suroriental de Haití y la costa sur de la parte dominicana, que incluye la península de Barahona y sitios de la provincia de Azua y Pedernales. Los estudios de estos grupos humanos apuntan hacia un origen centroamericano”.

“El tránsito hacia las Antillas ocurre hacia el 4000 antes de Cristo, llegando a Cuba y Santo Domingo. (…) Sus instrumentos de supervivencia son artefactos hechos de sílex, roca cristalina capaz de ser convertida en lascas por golpeo, y materia prima importante para la creación de cuchillos, navajas, piedras lascadas para cortar maderas, y fundamentalmente puntas bien elaboradas y grandes, que sirvieron para la caza de iguanas, y posiblemente animales más grandes como el oso antillano, llamado Parocnus serus, o bien otro tipo de ejemplar como lo es el llamado Acractonus, por la ciencia”.

Veloz Maggiolo apunta que los grupos denominados pre-agrícolas (las formas culturales más tempranas conocidas en la isla de Santo Domingo, y que los estudios basados en el tiempo y las formas de vida denominan barreroides, banwaroides, manicuaroides y caimitoides) no explotaban agrícolamente el medio, y que su dieta se basaba en la recolección, la pesca, la cacería y el uso de vegetales silvestres. Luego, en los siglos IV y V antes de Cristo, provenientes de la costa venezolana —afirma él— penetran a las Antillas las primeras ocupaciones de agricultores, cuya dieta dependía del cultivo, asociado al dominio empírico de los suelos y del medioambiente, y en la que los tubérculos tuvieron una enorme importancia.

El escrito es asiduamente pródigo en detalles y descripciones singulares: acerca de la jutía, o del posible canibalismo ritual de los aborígenes, o de la yuca amarga, o del maíz como problema histórico, o de la guáyiga y su conversión en nutriente, o del valor de la siembra en montículos, o de la hicotea como tabú y como alimento.

En síntesis, Marcio Veloz Maggiolo recapitula toda la información histórica y científica disponible y, al ensamblarla con los frutos de sus propias y minuciosas investigaciones, nos dedica el más enjundioso estudio, hasta ahora conocido, acerca de la gastronomía indígena antes de la presencia española en el Nuevo Mundo.

El ensayo de Hugo Tolentino Dipp, titulado “Itinerario histórico de la gastronomía dominicana”, arranca desde el punto en que formalmente concluye la investigación de Veloz Maggiolo: el 5 de diciembre de 1492.

Tócale a él, entonces, transitar desde las Crónicas de Indias hasta los memoriales y fastos de viajeros y exploradores. Quizá recorrer desde las primeras visiones sorprendidas (“…saltó una lisa como las de España propia en la barca… los marineros pescaron y mataron otras y lenguados y otros peces como los de Castilla… albures, salmones, pijotas, gallos, pámpanos, lisas, corvinas, camarones, y vieron sardinas”), hasta arrimarse al piadoso consuelo del aedo (“Darémosle de nuestros alimentos / Guamas, auyamas, yucas y batatas. / Darémosle cazabis y maíces / Con otros panes hechos de raíces. / Darémosle jutía con ajíes, / Darémosle de gruesos manatíes / También guariquinayes y coríes…).

El camino ha sido extenso, arduo, incesante. Luego de aquel primer atisbo, de aquella vislumbre ingenua, casi mágica, se desatan las furias. En menos de un siglo, de tal suerte, sucumben aquellos seres virginales (“¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas?”) vivientes en unos campos “…todos labrados como la campiña de Córdoba… en ellas ajes que son unos ramillos que plantan, y al pie de ellos nacen una raíces como zanahorias… “.

Con voz de trueno, la ira fanática del medioevo silencia el burén y asfixia el Areíto. Otras cepas llegarán, entonces, de muy lejos, con ataduras y sortilegios y asombros. Otra noción de la vida pisará en el suelo de Anacaona y Maniocatex. “Negros bozales al fiado”, cosecha de cacerías humanas en el África remota, traen su dolorido bagaje de estupor a estos lares inexplicables. El mestizaje de blancos y oscuros inicia así su lento andar, cuando todavía ondean en el patíbulo los cuerpos de las últimas cacicas de la Hispaniola.

(Todas las fotografías aquí incluidas forman parte del libro “Gastronomía Dominicana. Historia del sabor criollo”; Colección Cultural Codetel, Volumen IX, 2007). l

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