Las personas acumulamos. Guardamos cosas que jamás usamos, compramos otras que no necesitamos y que, incluso, ni siquiera tenemos el espacio donde colocarlas.
Jamás nos conformamos con lo que tenemos y que siempre o casi siempre es más de lo que requerimos.
Sin darnos cuenta, convertimos nuestras casas en un depósito de cosas inservibles, innecesarias, con las que nos tropezamos todo el día y que juramos darnos el tiempo para deshacernos de ellas, pero ese tiempo nunca llega.
Compramos todo lo que vemos, solo porque es bonito, sin saber ni cuándo ni dónde lo usaremos, solo para darnos cuenta, al llegar a la casa, de que no teníamos ni idea de qué hacer con lo recién adquirido.
En unos instantes, le hará compañía a un montón de cosas inútiles que abarrotan nuestro hogar.
Al final, todo eso que nos pareció tan bonito, se termina convirtiendo en basura, en un obstáculo, en algo de lo que necesariamente nos tenemos que deshacer.
No solo en lo material, las personas solemos acumular montañas de objetos. También lo hacemos en nuestra alma, en nuestras vidas y terminamos guardando tanto, que al final no dejamos espacio para nada nuevo.
Lo peor es que aquello que almacenamos en el alma y el corazón solo son malos sentimientos, dolor, recuerdos de traiciones y deslealtades, de tristezas, de desengaños.
En fin, todo aquello que nos causa daños irreversibles y que sentimos que no podríamos perdonar.
En ambos casos, acumular en lo material y en lo espiritual, es igualmente perjudicial. Aunque nada se compara con la parte espiritual, esa que implica nuestros sentimientos y la forma en la que vemos y respondemos a los demás.
En ninguno de los dos debemos continuar con esta práctica.
Ojalá encontremos el momento de ese día en que nos decidamos a limpiar los espacios de nuestra casa, atiborrados de objetos inservibles, pero más aun, despejar de nuestra alma esos sentimientos negativos que terminan por envenenarnos, deshumanizándonos cada día un poco más.