La pequeña producción agropecuaria se resiste a morir, aún en economías capitalistas desarrolladas. En muchos países, la concentración de tierra y otros recursos por parte de grandes empresas agropecuarias ha empujado a los pequeños productores hacia tierras marginales de menor productividad, reduciendo dramáticamente sus potencialidades de desarrollo y condenando a millones de familias a una vida de precariedades.
A esto se suman las apuestas que en muchos países han hecho las políticas públicas por la gran producción capitalista, lo que se ha traducido en indiferencia estatal o un sesgo marcadamente anti-campesino de las políticas.
A pesar de ello, la pequeña producción agropecuaria sigue existiendo y es clave para la producción de alimentos en todo el mundo. En la actualidad hay unos 500 millones de pequeñas unidades productivas agrícolas, de las que dependen 2 mil millones de personas, en su mayoría pobres. De hecho, tres de cada cuatro personas pobres y subnutridas del mundo viven de la pequeña agricultura. En América Latina hay unos 15 millones de unidades agrícolas familiares, de las cuales 14 millones son pequeñas.
Algunos han argumentado que la pequeña producción agropecuaria (o campesina para utilizar un término corto aunque no del todo correcto) es un anacronismo que no puede sostenerse frente a la competencia de la producción agrícola de gran escala en mercados cada vez más exigentes en términos de cantidad, eficiencia, costos y calidad.
Sin embargo, hay razones para pensar diferente. En primer lugar, se prevé un aumento significativo de las tensiones alimentarias en el mundo. Hacia 2030 la población mundial se incrementará en 1,400 millones de personas para alcanzar 8,200 millones. Algunos estudios indican que para alimentar a esa población habría que aumentar la producción de alimentos en un 50%. Además, los shocks climáticos reducirán la producción de algunos rubros. Esto implica que los alimentos subirán de precio, incrementando las oportunidades para la pequeña producción agrícola.
Además, en ese contexto, las grandes empresas agrocomerciales tendrán incentivos para algo poco frecuente: vincular los pequeños productores a sus cadenas de producción y comercio. Sin embargo, esto requiere de una activa participación de éstas en la transformación de los métodos de producción y gestión de la pequeña producción a fin de que éstas puedan responder a las exigencias de los mercados internacionales, y que logren capitalizar beneficios.
En segundo lugar, apoyar la transformación productiva de pequeños productores y productoras es vital para reducir la pobreza. Se trata de un componente ineludible de cualquier política de promoción del desarrollo humano y de reducción de la desigualdad en la medida en que, como se vio antes, los pobres rurales explican una proporción muy elevada del total de personas y hogares pobres. Hay amplia conciencia pública al respecto y es difícil prever que esto siga siendo ignorado.
En tercer lugar, los y las consumidores de los países ricos están siendo cada vez más exigentes con respecto a las condiciones bajo las cuales se producen los productos que compran. El pago de salarios justos, condiciones laborales dignas y prácticas productivas que protejan el medio ambiente se están convirtiendo en requisitos cada vez más demandados. De forma creciente, esto está generando una vinculación más directa de los compradores con sus suplidores, muchos de ellos pequeños productores de países pobres, y una colaboración más estrecha entre éstos a fin de mejorar las condiciones de trabajo, aumentar los rendimientos para mejorar las remuneraciones e introducir buenas prácticas agrícolas.
En cuarto lugar, la pequeña producción agropecuaria debe jugar un rol vital en la provisión de servicios ambientales tales como la protección de bosques, suelos y cuencas hidrográficas. Es impensable una política de reducción de las vulnerabilidades ambientales y de mitigación de los impactos del cambio climático sin su participación. Proteger el medio ambiente pasa por asegurar que campesinas y campesinos ejerzan plenamente sus derechos. Los derechos ambientales de todos y todas dependen de sus derechos económicos y sociales.
En síntesis, la existencia de la pequeña producción agrícola no parece estar en juego. Lo que está por verse es bajo cuales condiciones continuará existiendo.
Por fortuna, esto abre una oportunidad para que el planeta salga ileso de los retos alimentarios y ambientales que tiene por delante. Quizás no haya otra.