La península coreana a los pies de la diplomacia

En días pasados la prensa internacional daba cuenta del llamado a la cordura que hacia el secretario general de la ONU Ban Ki Moon,  refiriéndose al conflicto en la península coreana. Ese pronunciamiento lució lo más cercano al cumplimiento…

En días pasados la prensa internacional daba cuenta del llamado a la cordura que hacia el secretario general de la ONU Ban Ki Moon,  refiriéndose al conflicto en la península coreana. Ese pronunciamiento lució lo más cercano al cumplimiento vago de una obligación derivada de un cargo que la preocupación genuina de un líder que representa al máximo organismo  encargado de velar por la preservación de la concordia y la paz mundial.

Me llamaba la atención, además, que el llamado lo hacía justamente estando de visita en el principado de Andorra y tal vez es solo una coincidencia simpática, pero automáticamente recordé que este principado declaró la guerra a Alemania en la Primera Guerra Mundial –con un “ejercito” de diez policías que se reunían par de veces al año para relevarse y quizás, preguntarse por la familia – y permaneció por espacio de 25 años en estado de guerra contra Alemania pues, al no participar directamente de la contienda,  no fue invitada al finalizar la guerra en 1919, a la conferencia de Paz de París y por tanto continuaba “en guerra”, hasta que en 1939 (24 días después de iniciada la Segunda Guerra Mundial) firmó un Tratado de Paz subsanando ese error.

Corea del Norte y Corea del Sur firmaron un armisticio en 1953 declarando el cese de hostilidades entre ambas naciones –luego de desangrar, en una guerra que se había iniciado en el 1950,  las vidas de 2,5 a 3,9 millones de personas- pero nunca, hasta el día de hoy, han firmado un tratado formal de paz, en julio próximo se cumplen exactamente sesenta años. Han transcurrido seis décadas en estado de guerra, algo parecido a Andorra, con la diferencia de que allí no se hizo un disparo mientras que en la península coreana la sangre de los caídos podría llenar un río.

Desde principios de marzo, parece que, de nuevo, el mundo podría ser testigo de un nuevo conflicto bélico en esa zona del noreste asiático, solo que en este caso las consecuencias podrían ser peores pues, la retórica belicista con la que se alimentan los egos nacionalistas y se pretenden defender intereses internos y externos de los implicados directos, envuelven el eventual uso de armas nucleares tan  o más potentes como aquellas que en su momento utilizara Estados Unidos contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.

Las opiniones que escuchamos por lo general apuntan a que Corea del Norte no tiene aun la capacidad de atacar territorio continental de los Estados Unidos, sin embargo, ¿será que el mundo necesita comprobar, contando muertos, si en realidad tienen los norcoreanos esa capacidad o no? ¿No bastaría con que salga un solo disparo del arma de menos calibre desde un bando u otro para que se inicie un conflicto que puede acabar con la vida de miles o hasta de millones? ¿No es tiempo de que la ONU, cumpliendo con el preámbulo de la Carta que le da origen, haga algo? ¿Será que los intereses son tan grandes que no permiten visualizar a la diplomacia como recurso eficaz de entendimiento entre las naciones?

Y es que es justamente ese el problema, los intereses.

El régimen de Corea del Norte quiere –necesita- elevar su imagen frente a su pueblo (que muere de hambre), frente a su ejército (desmoralizado por la inercia) y frente a la comunidad internacional (a la manera cosmogónica y errática de un régimen que desde 1953 sobrevive en permanente estado de guerra) al tiempo que, por un  lado, pone a prueba, tanto el apoyo que podría recibir de China, como la resistencia de la nueva presidenta de Corea del Sur Park Geun-hye a una guerra mediática o de otro tipo, y por otro, trata de lograr una posición de poder para futuras negociaciones con los Estados Unidos.

Los Estados Unidos, cansados de condescender  a las exigencias que siempre hace Corea del Norte (concesiones políticas, alimentos, combustibles, autos, joyas, whiskies, etc.) a cambio de moratorias en su programa nuclear y de aceptar que, una vez concertadas, irrespeten y violen esos “acuerdos”, ha asumido otra actitud, esta vez menos diplomática y más disuasoria, siguiendo el pensamiento de que “el prestigio es la sombra proyectada del poder”.

Justamente porque es prestigio lo que necesita los Estados Unidos en una zona en donde muy probablemente habrá de dirimirse el poder mundial en el presente siglo, no han mostrado ni mostrarán, hasta no ver una reducción en el tono amenazante de Corea del Norte, una actitud de apertura al diálogo, sino por el contrario, extenderán en la zona elementos que demuestren su poderío (contra-amenazando incluso) pues están seguros que pueden establecer su hegemonía sin necesidad de tirar un solo tiro.

En ese escenario tan difícil es momento de que China sirva de árbitro. China no necesita un conflicto bélico en su zona de influencia ni mucho menos le conviene que el régimen de Pyongyang desaparezca.

La caída del régimen representaría para la elite intelectual (comunista) china una derrota y, al mismo tiempo, un triunfo del capitalismo estadounidense. Los acuerdos comerciales con el régimen quedarían desechos, un alud de refugiados norcoreanos cruzaría su frontera y sobre todo, los acuerdos de defensa que mantiene China con Corea del Norte le colocaría en una situación sumamente delicada frente a sus socios comerciales Corea del Sur y Estados Unidos.

Esos acuerdos de defensa, paradójicamente, pueden ser la clave para que no se produzca un incidente de mayor envergadura pues solo obligan a China a defender a Corea del Norte en caso de que esta reciba una agresión externa, no así si son ellos los que la inician, por eso hemos visto que Kim Jong Un dio órdenes de no disparar primero pues teme perder el apoyo de China si iniciara un ataque ofensivo.

De manera que si Corea del Norte no inicia un ataque y los Estados Unidos no tienen la intención de hacerlo, ese tiempo puede ser aprovechado por China y por la ONU (si quisiera) para, haciendo uso de la diplomacia,  lograr que bajen los ánimos y que la península regrese a vivir, por lo menos, en una relativa paz.

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